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Por qué acudimos a un terapeuta antes de casarnos

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Scott Webb - PD

Alexa Covington - publicado el 02/12/16

El programa de preparación para el matrimonio de la parroquia no fue completamente bueno, así que nos ocupamos personalmente del asunto

Mi marido y yo nos prometimos un mes de febrero y establecimos la fecha de la boda para el junio siguiente. Eso nos daba tres meses y medio para planificar una boda para 150 invitados, además de para hacer el curso de preparación al matrimonio que requiere la Iglesia católica.

Para ser sincera, no esperábamos con mucho entusiasmo esa parte de la planificación, sobre todo porque la parroquia en la que nos casábamos nos exigía seguir su programa de 8 semanas (¿o eran 10?) con otros matrimonios y teníamos la sensación de que sería una pérdida de tiempo.

En general, teníamos razón.

Las parejas que vinieron eran encantadoras y se tomaban su fe en serio, pero mi por entonces prometido y yo tenemos títulos superiores de teología y psicología respectivamente y podríamos haber dado fácilmente una clase sobre matrimonio católico.

Uno de los sacerdotes de la parroquia aparecía cada tres o cuatro sesiones para dirigir algunos de los aspectos catequéticos del programa, pero aun así fue bastante decepcionante. Nuestro mayor reto fue el contenernos para evitar convertirnos la pareja sabelotodo. Hicimos lo que pudimos.

Aunque a la mayor parte de las parejas que se acercan al matrimonio en la Iglesia de hoy les hace falta la catequesis y está en posición no solo de aprender más sobre su propia fe, sino también sobre la sacramentalidad del matrimonio, nosotros sabíamos que esa parte la teníamos bien cubierta ya.

Lo que pensábamos que sí nos podría ser de ayuda pertenecía más bien a otro ámbito: conocer mejores herramientas para la resolución de conflictos, consejos para gestionar las diferencias de nuestros temperamentos y bagajes, etc.

Yo me crié en una familia divorciada y mi marido en un hogar con conflictos conyugales constantes; así que sabíamos que ambos teníamos nuestras flaquezas.

Aunque los conductores de nuestro programa de preparación al matrimonio fueron abiertos sobre sus propios problemas y alegrías, ninguno podía ofrecernos nada que no supiéramos ya en el ámbito de las relaciones.

Y después de unas cuantas sesiones, a medida que conocimos mejor a las otras parejas prometidas de la clase, habría apostado a que al menos la mitad de ellas no iba a tener éxito. Desde luego, nosotros no queríamos fracasar.

Así que decidimos acudir a un terapeuta familiar y matrimonial. Créanme, no disponíamos de ese dinero extra —yo me devanaba los sesos para reducir todos los costes que pudiera en una ciudad muy cara para organizar una boda— pero resolvimos que incluso unas pocas sesiones serían mejor que nada, dada la seriedad de lo que estábamos a punto de hacer.

Encontré un terapeuta católico especializado en parejas prometidas y casadas. En nuestra primera sesión, le explicamos lo que queríamos conseguir de nuestro tiempo con él y una de las primeras cosas que hizo fue darnos un cuestionario diseñado para parejas prometidas.

Era un cuestionario detallado que abarcaba muchas áreas, como la comunicación, historia familiar, posturas religiosas, traumas infantiles, habilidades de superación, historia sexual, temperamento, etc. Respondimos por separado las preguntas en una sesión y para la siguiente sesión teníamos los resultados.

No había respuestas correctas o incorrectas; el propósito era ayudarnos a identificar los potenciales puntos sensibles, incompatibilidades o cuestiones ocultas que podrían dañar nuestro matrimonio. Como nos conocíamos desde hacía mucho, era difícil imaginar que fuera a surgir algo gordo, pero descubrimos unas cuantas cosas sorprendentes.

Por ejemplo, teníamos expectativas diferentes en relación a la familia política y a tener invitados en casa. También descubrimos que había un par de temas que no habíamos discutido suficientemente, como las finanzas.

Nunca habíamos hablado de los detalles, del meollo de las cuestiones monetarias del día a día de nuestra nueva vida juntos: ¿Quién pagaría las facturas? ¿Cómo gestionaríamos las cuentas bancarias? ¿Haríamos presupuestos? ¿Y los hábitos de compra de cada uno? ¿Y qué actitud y concepción teníamos del dinero más en general?

Durante seis sesiones de orientación con el terapeuta, nos ayudó a arrojar luz sobre diferentes cuestiones en las que profundizamos conversando sobre ellas de un modo que nunca antes habíamos empleado.

También compartió con nosotros unos cuantos recursos muy útiles así como herramientas que todavía usamos hoy día, y que no habríamos tenido en nuestro matrimonio de no ser por su asesoramiento.

Incluso después de todo eso y a pesar de que hacía ya casi seis años que nos conocíamos antes de nuestro matrimonio, todavía descubrimos muchas cosas nuevas el uno del otro después de casarnos; unas deseables, otras no tanto. Así es la naturaleza del matrimonio, ¿verdad? No lo llaman ‘vocación’ en vano.

Pero volviendo la vista atrás, 14 años más tarde y todavía con fuerzas, ambos coincidimos en que, en lo que se refiere a preparación para el matrimonio, contratar a un orientador por cuenta propia fue lo mejor que podíamos hacer.

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