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Cuando percibes que no eres tan fuerte… es la hora del abrazo que te descanse

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Carlos Padilla Esteban - publicado el 01/12/16

A veces no necesitas palabras de Dios, sino a Él

A veces me pongo el mundo por montera y pienso que todo depende de mí. Creo que yo puedo solo, sin Él, sin su presencia.

Como leía el otro día: “Ese empeño por tirar del carro, por cumplir, por hacer, por ser… que sólo lleva a clavar la mirada en un espejo en lugar de mirar a Dios. A cargar –heroica e inútilmente–con las limitaciones, empeñándose en corregirlas en lugar de dejar que sea Dios el que sane las heridas y abrace las miserias. Ese empeño por hacerse fuertes en la fortaleza, en lugar de escuchar esa palabra que promete que la fuerza –de Dios–se realiza en la debilidad”[1].

Me doy cuenta de mi debilidad, de lo frágil que soy.

El Adviento es un tiempo de fragilidades. Un hombre y una mujer embarazada. Sin medios, sin recursos. Dios nace entre los hombres. Pobre, desnudo. En medio de la debilidad brillan los deseos. ¿Qué desea María? ¿Qué desea José? ¿Cuáles son mis deseos más hondos en este Adviento?

Toco mi debilidad y sueño. Jesús tomará mis sueños y los hará suyos. ¿Qué es lo que más deseo? Pienso que estas cuatro semanas de Adviento son un tiempo para mirar hacia mi corazón. Yo no puedo solo con mi carro. No puedo tirar de él yo solo. De mi vida con sus dificultades. Deseo tantas cosas. Sueño. Necesito. Soy mendigo. Necesito que Dios me toque.

¿Qué me viene a mi corazón al comenzar el Adviento? Vienen muchas imágenes. Sueño y deseo. Creo que el Adviento es un tiempo de caminos, de ángeles. De una intimidad en la que el corazón se entrega. Tiempo de noches de dudas y de búsquedas. Tiempo de estrellas que marcan el camino. Tiempo de mula y de buey, de pastores temerosos. Tiempo de José cuidando a María. Es tiempo de miradas y silencios. Tiempo de sueños profundos y verdaderos.

Pienso que el Adviento consiste en acompañar a María en su espera. A José en su amor a María. A los dos en su camino.Y dejar que Dios acepte mi debilidad como ofrenda. Mi mayor regalo. Yo solo no puedo. Quiero ir con ellos. Aunque sea de noche. Es una noche de esperanza, de velas, de tantos deseos que ensanchan mi corazón y me hacen pensar que no estoy solo.

Quiero vivir estas semanas hablándole a Dios que llega, que viene hasta mí. Ahora camino de noche, con María y José. Llegará la luz. Pero quiero velar. Una sola vela se enciende y revela tanta oscuridad… Tengo que esperar y desear. Eso es el Adviento.

No quiero que me pille de sorpresa. Que cuando nazca Dios y lo llene todo yo esté allí con mis manos rotas, con mi herida abierta, vacío de todo, anhelante, feliz. Me pongo en camino. Esa es mi vela.

Dios sale a mi encuentro, aquí, en mi vida. Sale cuando Él quiere, donde Él quiere. Es la hora de su abrazo, de mi descanso. De la luz después de tantos pasos tanteando en la noche.

La vela del Adviento es la vela de mi esperanza. Todas las promesas, todos los deseos, toda mi sed, tendrá cabida en Jesús, cuando venga, cuando nazca. Quiero mirar mi corazón. Llevo yo el carro solo tantos días. Quiero ser perfecto, hacerlo todo bien, cargo demasiado. Como una mula.

Pienso en la mula que lleva a María. Así quiero ser yo. Todo comienza sobre esa mula. En María. Es mi Adviento. Dios sabe cuáles son mis sueños. Sabe qué es lo que siento y lo que me pesa. Sabe qué aguas corren por dentro de mis mares. Ahí empieza Dios a hacerse carne. Ahí empieza su camino en mi propio camino. Se hace historia en mí. Su historia conmigo, nuestra historia.

Él tira del carro. Yo descanso. Me pongo en camino bajo las estrellas, con María y con José. Hacia Belén. Miro a María. Cerca de Ella. Le pido que me enseñe a guardar silencio, a hablarle a Dios en mi corazón, a encender las velas.

Necesito a Dios. El mundo necesita a Dios. No necesita palabras de Dios, sino a Él. Y yo, hablo tanto de Él, escribo tanto y quiero tenerlo a mi lado, en mi alma. Pienso en mi deseo. En mi anhelo. Quiero vivir estas semanas deseando, anhelando. Soy hijo del anhelo.

Elijo abrir mi corazón. Dios llega para todos. Pero yo elijo. Siempre es así. Él se acerca y llega para todos los hombres. Algunos no lo ven. Lo ignoran.

¿Por qué tengo yo fe y le sigo y otros quieren matar a Dios o lo ignoran? No soy tan distinto de los que no lo siguen, de los que no creen. También en mí anida a veces el odio, la rabia, la ira. Yo elijo. Doy un paso para acogerlo, para recibirlo, para caminar con Él. Para que algo cambie en mí y sea fuente de paz y esperanza.

No quiero seguir igual. No quiero ser pagano. Quiero elegir. No quiero que llegue la Navidad y no me haya dado cuenta. Quiero recibir a Dios de nuevo. Me pongo en camino, tal como soy, con mi torpeza y mi corazón herido, con mi vida y mis deseos, con mi fragilidad.

Sólo quiero, de nuevo, elegir a Dios. Sólo quiero que mi camino sea hasta Belén. Hasta arrodillarme ante Jesús que me ama tanto y se hace como yo. Con José y María. Necesito que Dios venga y se quede. Necesito que ilumine mi oscuridad y me cambie de nuevo.


[1]
José María Rodríguez Olaizola, Ignacio de Loyola, nunca solo

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