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Midnight Special, el fuego y el relato

Hilario J. Rodríguez - publicado el 22/08/16

Una película de ciencia ficción que renuncia a la parafernalia del género para acabar en un extraño misticismo

Para Giorgio Agamben, todo relato se fundamenta en la conciencia de una pérdida, por eso sitúa la historia de la literatura (y del pensamiento) en una red de pérdidas sucesivas. En El fuego y el relato nos cuenta cómo Baal Shem, mientras urdía la creación del jasidismo, resolvía sus problemas yendo a un punto concreto de un bosque, encendiendo un fuego y rezando unas oraciones; y cómo las generaciones posteriores fueron olvidándose del bosque, el fuego y las oraciones, hasta que ya sólo les quedó la posibilidad de construir una narración a partir de esas pérdidas y esperar que ésta surtiese el efecto buscado.

Cuento lo anterior porque a veces las películas de Jeff Nichols me dan la sensación de haber regresado a las fuentes originales del bosque, el fuego y las oraciones, menos interesadas por los relatos en sí y por su posible impacto en los espectadores. Proyectan una poderosa sensación de lugar, están cargadas de misterios y en su corazón late un extraño misticismo que en ningún caso se me ocurriría relacionar con corrientes new age.

Antes de proponer a la Warner Bros la producción de Midnight Special, tenía dos opciones: una modesta película de ciencia ficción o un blockbuster; 20 ó 75 millones de dólares; dejar de ser un cineasta indie o seguir siéndolo pero dentro de la industria; intentar convertirse en el nuevo Steven Spielberg o seguir llamándose Jeff Nichols. Su decisión, al optar por seguir siendo él mismo y conformarse con un presupuesto reducido, le ha permitido tener el final cut aunque también le obligará a ser paciente hasta que su obra alcance la repercusión que merece, tanto en Estados Unidos como en el resto del mundo (donde Midnight Special aún está pendiente de estreno en muchos países, España entre ellos).

De momento, con unas gafas de bucear, unos ojos de los que a veces sale un potente destello de luz, algunos trucos relacionados con telequinesis y una sorpresa final sin demasiado énfasis, se ha montado una película de ciencia ficción a la manera de Shane Carruth, dejando fuera la parafernalia del género, como ya había hecho antes en Take Shelter (2011).

Una historia apócrifa asegura que Dino de Laurentiis se ofreció a producir el último proyecto de Robert Bresson, que iba a titularse Génesis y cuyo guión partía de textos bíblicos. No quiso escatimar nada, ni siquiera cuando el director francés le pidió que sacase a todos los animales de un zoológico para llevarlos a zona costera donde quería rodar el episodio del Arca de Noe. Por supuesto, hubo que hacer muchas tomas y resultó muy costoso. Cuando de Laurentiis vio el resultado, canceló el proyecto porque en las imágenes sólo habían quedado registradas las huellas de los animales en la arena de una playa.

Pese a no jugar en la liga de Bresson, Nichols también sabe convertir una película en un camino más que en una meta y tiene tanta predilección por un actor tan estoico como Michael Shannon, a quien se podría equiparar igualmente con Dana Andrews y con uno de los «modelos» de Pickpocket (1959) o cualquier otra película del cineasta francés.

En Midnight Special, por ejemplo, la acción arranca en la habitación de un motel donde el televisor está encendido emitiendo la noticia del secuestro de Alton Meyer (Jaeden Lieberher) a cargo de Roy Tomlin (Michael Shannon). Los dos están en la habitación con Lucas (Joel Edgerton), dos adultos y un niño, tres personajes a los que podríamos identificar con bastante facilidad si no fuese porque el niño lee un tebeo cubierto por una sábana y porque a los adultos les preocupa más la seguridad de él que ser atrapados ellos por la policía.

En lugar de personajes movidos por un objetivo, Nichols nos presenta a personajes movidos por un clima, por una atmósfera (en la que la religión y la política actúan con la misma crueldad e idénticos comportamientos paranoicos). A lo largo de su trayecto entre Texas y Florida, los vemos atravesar paisajes similares a los de los cuadros de Edward Hopper (gasolineras, restaurantes de carretera, campos interminables y casas rurales), donde la precisión de las imágenes y su falta de artificio no rebajan el grado de inquietud que provocan, más que por sus perseguidores, por la soledad de los protagonistas al atravesar carreteras secundarias en mitad de la noche y por su desorientación ante los acontecimientos.

Roy y Alton son padre e hijo, Lucas un amigo, y tras ellos va una secta y el FBI. Todos quieren al niño, cada uno a su manera. Unos para protegerlo de los otros, que pretenden convertirlo en una especie de mesías o interrogarlo sobre las sucesiones numéricas que de vez en cuando repite y que podrían poner la seguridad nacional en peligro.

Por supuesto, podríamos dejarnos arrastrar por las explicaciones pero seguramente no nos llevarían muy lejos o nos decepcionarían porque Midnight Special no es un mecanismo sino más bien un recorrido. Digamos que funciona en tiempo real y no en el tiempo artificial del cine comercial, dominado por los mecanismos del suspense y la espectacularidad, aunque Jeff Nichols no desdeñe por completo estos últimos.

Su objetivo, de hecho, consiste en armonizar el tiempo como estímulo (con una intriga en torno a los posibles poderes de Alton y una sabia dosificación informativa sobre el resto de los personajes) y la del tiempo como espacio (sin apelar ni a las armas ni a demasiados conflictos para hacer avanzar la historia, y centrándose más en las interacciones en plano/contraplano o en la desnudez de los encuadres). Tiempo comprimido y tiempo expandido. Esa cohabitación que en manos de Jeff Nichols apenas plantea problemas es, sin embargo, uno de los motivos que destruyen las carreras de muchos cineastas en su cambio del cine independiente al cine comercial. También traza la línea que separa a los espectadores de cine hoy en día.

Tomemos, para ejemplificar lo anterior, a una pareja, por ejemplo Katherine y Alexander (Ingrid Bergman y George Sanders) en Te querré siempre (Viaggio in Italia, 1953), y veamos cómo entra en crisis durante sus vacaciones en el sur de Italia, probando así que el descanso no es demasiado aconsejable para quienes están acostumbrados a trabajar. El marido y la mujer se ven por primera vez con el suficiente detenimiento y sienten entre ellos una brecha, una distancia que sólo aflora si las horas pasan lentas y tediosas como suele suceder en el curso de nuestros viajes de placer.

Pues bien, esa misma brecha también se ha abierto entre quienes están acostumbrados a ver imágenes con demasiada rapidez y de pronto tienen que enfrentarse a una imagen estática que tarda en entregarles su mensaje, porque entonces se cansan de esperar y no atienden a razones, piden el divorcio de forma instantánea, negándose a ver o escuchar más allá de los que ellos definirían como lo tolerable, que suele rondar los cinco o seis segundos.

Algo así coloca a Midnight Special y en general a la obra de Jeff Nichols es un complicado territorio en el que no valen las reglas del cine comercial y tampoco las del cine independiente, porque se nutre con igual facilidad de ambos y porque, si el territorio en el que se suele moverse (casi siempre en torno a la familia) podría parecer más propio de un miltiplex que de un cine de arte y ensayo, sabe suspender las reacciones de un espectador sin negárselas por completo (un poco a la manera de Bresson).

Su método se basa en la elipsis y en la metonimia, para acentuar la ambigüedad de las imágenes y para trascender las fronteras entre los géneros, partiendo de paisajes cotidianos contagiados primero por un alto grado de ansiedad supuestamente controlada (que siempre desemboca en comportamientos anómalos) y llegando a una concepción de lo real como antesala de lo fantástico.

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