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Refugiados: La pérdida del hogar y la idea de la casa

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Edward Mulholland - publicado el 03/08/16

Las familias lamentan la ausencia de sus seres queridos con los dolores fantasma de un amputado

Hay dos certezas para los que tienen el turno de mañana en la Agencia de apoyo humanitario, HSA, en Kara Tepe. La primera es que la presión del agua para rellenar la olla de chai será diferente de la del día anterior.

La segunda es que si te sientas, Shahab trepará para sentarse en tu regazo.

Shahab es niño yazidí de cinco años, de Irak, y es uno de los más madrugadores del campamento. Es curioso a más no poder y algo así como la mascota del campamento. Ha aprendido frases sueltas de varios idiomas y las pronuncia cada una con un acento perfecto. Janos Winkler, voluntario suizo, lo ha declarado el chico más listo que jamás haya conocido. También se te agarra al pie como si fuera una piedra en tu zapato, pero los ojos de las rocas no sonríen de forma tan adorable como para olvidar la molestia.

No sé cuál de los idiomas que Shahab está aprendiendo terminará siendo el que hable como adulto. No sé cuál de esos países a los que mira con sus intensos y despiertos ojos terminará cuidando del chico. Y tampoco sé si volverá a ver alguna vez su tierra patria, Irak.

Ayer, acabado mi turno, me quedé hasta tarde porque Mohammed, Maisun y familia iban hoy hacia Atenas y me invitaron a cenar. Me pidieron que fuera a las 4 pm (comimos a las 8 pm…) y Maisun me enseñó a enrollar hojas de parra para cocinar.

Rolling grape leaves/Edward Mulholland

Había cocido arroz brevemente y añadido tomates, cebollas y perejil, luego remojó las hojas de parra (que había encontrado silvestres afuera del campamento) y, una vez enrolladas unas mil, las liaba en fardos de veinte más o menos y las ponía en una olla cubiertas con rodajas de tomate y más hojas de parra.

Añadir agua, hervir durante otros 30-45 minutos y alucinar de lo bueno que está. Mientras tanto, con una mano diestra que no necesita tabla para cortar, hizo una ensalada con tomates, pepinos y otras verduras troceadas, que había estado cultivando en un huerto improvisado frente a su vivienda de refugiados de emergencia RHU.

Ya llevan aquí cuatro meses y Mohammed se muestra escéptico sobre el proceso en Atenas, le preocupan muchas cosas.

Le preocupa que sus hijos se estén asalvajando un poco después de cuatro meses en un campamento donde son difíciles de controlar. Lamenta que hayan perdido un año escolar, no sólo por lo que no estén aprendiendo, sino por lo que pudieran estar olvidando.

Mohammed, Maisun and children/Edward Mulholland

Tiene tres hijas, de 8, 6 y 4 años, a las que, de forma irónica se refiere como Gritos 1, Gritos 2 y Gritos 3. Maisun y él también tienen otro chico, que piensa que todo voluntario masculino es su saco de boxeo personal y árbol donde trepar.

Mohammed me comenta que ha escuchado que la mayoría de refugiados sirios se acaban quedando en Grecia y no avanzan más.

No tiene ni idea de en qué país preferiría estar, pero Grecia precisamente está en los últimos estertores de una crisis financiera y las perspectivas laborales no son buenas. Mohammed puede presumir de currículum, en el que incluye un título de arqueólogo, experiencia como fontanero y electricista y un periodo como trabajador en una fábrica de bolsas de plástico. Y aun así, sabe que su lugar estará en lo más bajo de una ya tambaleante escalera de empleo.

Ama profundamente su país, aunque afirma: “Nunca volveré a ver Siria otra vez”.

Entre los libros que traje conmigo en este viaje están las memorias del poeta palestino Mourid Barghouti, He visto Ramala. Es una obra de una hermosura cautivadora que narra su regreso a su ciudad natal en Palestina. Como estudiante universitario en El Cairo, en junio de 1967, la guerra le pilló fuera de su país y durante tres décadas no se le permitió volver a casa. Esta obra es una suave melodía de dolor, pero no motivado por el rencor o la política, sino cantada por una víctima de las circunstancias que habla en nombre de su pueblo y de sus aprietos. Según Barghouti, los numerosos desarraigados dejaron de ser los hijos de Palestina para convertirse en hijos de la “idea de Palestina”.

Esto me hizo pensar en otras inmigraciones y otros retornos al hogar. Me hizo pensar en el abuelo de mi esposa, Ramón Caamaño (simplificado a “Camano” en Estados Unidos), que regresó de visita a su España después de décadas en EE.UU. y falleció en el taxi justo cuando entraba en su ciudad natal, Carnota, en Galicia, posiblemente a causa del impacto por el cambio o por la mera anticipación de la llegada.

Pensé en mi propia abuela, la abu Mul, y en su regreso a Clifden, en el condado de Galway, Irlanda, después de más de medio siglo, y en cómo la recibió su hermano Patrick, que nunca había dejado el hogar: “¿Cómo te ha ido, Kathleen? Tomemos una pinta”. ¿Quién les ayudó a ellos durante su travesía de emigrantes? ¿Recibieron la ayuda de extraños anónimos de los que nunca supimos nada, con actos de amabilidad a su llegada a la isla Ellis en Nueva York, o ya dentro de la ciudad? ¿Qué sufrimientos padecieron y que nunca conocimos, tal vez hace tiempo enterrados en su interior y que sólo asoman en el reflejo de una mirada dentro de un vaso de whisky?

Y eso que sus viajes no fueron inducidos por las bombas de terroristas.

Maisun tiene 10 hermanos, ahora esparcidos entre Siria, donde aún viven sus padres, y diferentes lugares en el extranjero en diferentes etapas de su travesía. Cualquier tipo de reunión familiar en el futuro se presenta imposible. Su cuñado, de apenas 30 años, iba caminando de vuelta a casa y lo mató una bomba en un mercado. La esposa de su hermano tuvo una crisis nerviosa y abandonó a sus hijos, ahora bajo el cuidado de los padres de Maisun. El efecto dominó del terror es tan atroz como extenso. Las familias lamentan la ausencia de los seres queridos con el dolor fantasma de los amputados.

Hoy, antes de mi turno, sorprenderé a Mohammed y Maisun e iré a despedirles al puerto. Aunque regresen a Kara Tepe más adelante, yo ya habré partido para mi propia vuelta a casa.

En lo que respecta a Shahab, él vive su vida como en un juego infantil, como el chico de La vida es bella, protegido del horror por el escudo adamantino de la inocencia y el amor paternal. ¿Regresará alguna vez a su casa? ¿Echará alguna vez raíces lo bastante profundas como para contar historias a sus nietos y crear en ellos el anhelo de visitar Irak del mismo modo que la abu Mul me hizo añorar una Irlanda que yo no conocía?

Shahab ya ha perdido su hogar. Es el deber imperioso de todas las personas con las que se encuentre el que impidan que sufra una mayor y definitiva privación, la de perder la idea de un hogar.

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