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La Terminal: Vivir en el tiempo

Marcelo López Cambronero - publicado el 20/07/16

Un hombre libre incluso atrapado en un aeropuerto

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En ningún momento de la historia el principal problema del hombre ha sido tener que morir.

Pensamos que en el pasado, en otras circunstancias, cuando la muerte acechaba en las esquinas a la vista de todos, las guerras devastaban generación tras generación o las enfermedades caían como hachas sobre los cuerpos, todo el problema de la vida, o el más urgente, era la muerte.

En realidad nunca fue así. Si el hombre se hubiese dejado determinar por la muerte no habría hecho cultura ni arte, no habría grandes catedrales ni sinfonías, ni desde luego guerras, ni grandes hombres ni asesinos ni ladrones.

Los seres humanos no podían estar siempre atentos a la muerte, que les esperaba antes y ahora como a cada Fulano y sin saber dónde, por una razón bien simple: porque tenían que vivir.

Y la vida, con sus necesidades y urgencias, sus proyectos y sus rutinas, siempre acaba por imponerse porque es real, mientras que nuestras preocupaciones no pueden abandonar la abstracción que les concede el no ser presentes.

Y vivir para nosotros, seres dotados de subjetividad, es tener que enfrentarnos con el tiempo.

El uso del tiempo es nuestro asunto primero y nuestro drama, la piedra de toque de la existencia.

Fíjense que la persona deprimida no anhela, al menos en primer término, morir. Esto será, en todo caso, una consecuencia. La persona deprimida despierta una mañana y descubre con terror que odia la imperiosa necesidad de ocuparse del tiempo que se le viene encima y del que no cabe desentenderse. Quizás por eso agradece tanto que se le distraiga, es decir, que se le burle el tiempo.

Con Terminal (2004) Steven Spielberg nos trae una gran historia sobre el uso de la libertad y del tiempo que incluye una atinada descripción de los modelos de relación y comportamiento que predominan en las sociedades occidentales.

Terminal es una reedición contemporánea de Los Viajes de Gulliver o, en versión más castiza, de las Cartas Marruecas.

Es una sátira de nuestro mundo escrita y dirigida con tanta lucidez y finura que no nos ahoga ni con moralismos ni con discursitos, pareciendo más bien un documental sobre los tipos humanos en el que bucear y reconocernos.

La trama gira alrededor de un inoportuno. El protagonista, Viktor Navorski, llega a Estados Unidos en muy mal momento.

Mientras su avión sobrevolaba Europa y el Atlántico desde las lejanas montañas del este, un golpe de estado ha borrado a su país del panorama internacional, lo que le convierte en un apátrida o, como él mismo dice al describirse ante los guardias fronterizos, como un “inaceptable”.

En consecuencia no puede avanzar los pocos metros que le separan de Nueva York, pero las autoridades tampoco le permiten regresar al requisarle su billete de vuelta y su pasaporte.

Queda así atrapado en la terminal internacional de tránsitos del aeropuerto John Fitzgerald Kennedy de la Gran Manzana.

Les puede parecer una temática en exceso enrevesada, pero lo cierto es que se inspira en una historia real, la del iraní Mehran Karimi Nasseri, atrapado durante 18 años en el aeropuerto Charles De Gaulle de París.

En un entorno así, reducido, artificial y esquemático, lo que quedan son las personas que trabajan en las tiendas, restaurantes y cafeterías, en la limpieza de los espacios comunes o repartiendo maletas, todas ellas ocupadas en sus asuntos y acostumbradas a tratar con esas sombras o fantasmas casi invisibles que son los viajeros, que van y vienen cual nadies ocupando cada uno el lugar del anterior como piezas perfectamente intercambiables.

En un territorio en principio tan limitado lo que puede ser más interesante –lo que siempre, hasta en la más colosal de las epopeyas, es lo más interesante- son las figuras humanas.

El contrapunto de Navorski es el jefe de la Policía de Protección Fronteriza de la terminal, Frank Dixon, un hombre sin escrúpulos que encaja perfectamente en ese ámbito impersonal y mecánico.

Dixon es un paradigma de lo que ha hecho el imperio del interés (el liberalismo) con la sociedad norteamericana. Su misión es que se cumplan las normas, que se conoce al dedillo, sin tener en cuenta a la persona que tiene delante.

Maneja su férreo sentido del deber, tan pulcro e hipócrita, con el único objetivo de hacerse siempre con la suya, conseguir que se cumpla su voluntad y ascender en el escalafón.

Aspira a ser un “hombre-hecho-a-sí-mismo”, a adquirir cada vez más poder y un mayor salario hasta disfrutar de una vida de lujo en su retiro.

Para lograrlo, para que se vayan dando los pasos encadenados de un futuro que ya está calculado, contado y medido, debe de tomar un control absoluto sobre el tiempo, el suyo y el de los demás.

Sólo que Navorski le va a crear problemas porque no entiende así la vida. Para él el tiempo es un don que se le ha regalado y que, tal y como lo ha recibido, da sin medida, asombrándose constantemente de cómo al darlo le retorna florecido.

De hecho lo que más le define dentro de la película es que ha llegado a los Estados Unidos por una promesa, una promesa gratuita realizada por amor, y es que el acto de prometer es un compendio de lo que somos y, más que nada, el mayor acto de libertad que alcanzamos.

Quien promete –pensemos, por ejemplo, en un matrimonio- no lo hace porque tenga el dominio absoluto sobre su tiempo, es decir, sobre su futuro. Nadie puede afirmar algo semejante.

Lo que sí puede alguien afirmar es que ha decidido configurar su biografía, pase lo que pase, con la esperanza puesta en el cumplimiento de la promesa. Es decir, que su tiempo se dirige, está encaminado, por el deseo de lo prometido.

Al prometer hacemos que el hoy quede preñado de un futuro posible que a partir de ahora será motor del presente. De alguna manera, quien promete convoca el bien que podrá ser aportando a su venida con la entrega de su propia vida, sin la que ese bien se volvería imposible.

Y con tal claridad en la mente, Navorski no se desespera, no hace trampas, no pierde los nervios, ni maldice ni se deprime. Simplemente vive el presente de una manera tal, tan bella, que levanta la admiración de todos.

No les quepa duda de que los guionistas saben de lo que hablan, y por eso en su primera noche en la terminal vemos cómo Navorski, después de pelearse con los bancos de una sala de espera en obras para hacerse una cama improvisada, se persigna antes de dormir.

Porque sólo quien ha recibido una gracia grande puede amar de esa manera y, como le dice la bella Amelia Warren (Catherine Zeta-Jones) al jefe Dixon, tal vez incluso únicamente alguien que ha tenido una experiencia así puede llegar a comprender el valor de un hombre libre –libre también en el estrecho contexto de la terminal- como Navorski.

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