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Una promesa a mi vecina rota, víctima de abusos

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Anna O'Neil - publicado el 03/07/16

No puedo ver nada que brille en su vida, pero Dios ve más

La primera vez que vi a mi vecina Sue fue porque mi pequeño de un año acababa de aprender a decir “perro” y no podía decepcionarle simplemente con pasar al lado de su aullante pomerania durante nuestro paseo diario.

Sue era diminuta, desdentada y de pelo blanco. Hablaba como con rápidos estallidos de palabras atropelladas y bajaba el volumen al terminar las frases, dejándolas a veces sin terminar y saltando de una idea a otra.

Sus historias eran muy detalladas, pero los detalles no eran del tipo que añade coherencia.

Cuando nos encontrábamos en la calle, nos deteníamos a charlar, de nada en particular, pero como parecía contenta de tener a alguien que la escuchara, me esforzaba por que nuestros caminos se cruzaran y dar pie a esa pequeña charla.

Hace unos días, detuvo su coche su gran coche familiar negro a mi lado, bajó la ventanilla y empezó a contarme la historia de su vida, allí mismo en mitad de la calle.

Recientemente había escapado a diez años de un matrimonio abusivo con un marido que la golpeaba diariamente.

Le reventó la mayoría de sus dientes, la encerraba en los armarios y en cocheras; la alimentaba, cuando lo hacía, con pan blanco y tónica y la agredía verbalmente hasta el punto de aniquilar por completo su autoestima.

En diferentes momentos de la conversación habló de su trastorno de estrés postraumático, de un cáncer avanzado sin tratar, de infertilidad inducida por lesiones y de hemorragia interna masiva.

Me dijo que no le avisaron cuando su padre estaba muriendo y no le permitieron asistir al funeral, aunque fue capaz de alcanzar una ventana lo suficientemente rápido como para escribir en ella con una pastilla de jabón “MI PAPÁ HA MUERTO 🙁 :(” antes de que su marido pudiera detenerla.

Aquella noche me desperté cinco veces, hecha pedazos por dentro, porque nunca me había encontrado con una pobreza tan absoluta, mental, física y emocionalmente.

Y porque también sé que no tengo nada que pudiera darle para curarla o ayudarla. Pero, Dios mío, cómo me gustaría poder hacer algo, Dios mío cuánto amo a esta hermana.

Aquella noche estaba furiosa conmigo misma, y también con Dios, por la riqueza de amor de mi vida, que tengo sin haber hecho nada para merecerla, mientras que a apenas 100 metros vive un Lázaro que estaría encantado de disponer de las sobras de mi mesa, la paz y la comodidad que son tan ordinarias para mí.

Su vida parece completamente solitaria y triste y los pesos que carga a su espalda son tan pesados que su mente rota no puede entenderlos.

Sue me recuerda a la niña de nueve meses de mi vecina, que nació con toxoplasmosis, una infección parasitaria que la dejó ciega, discapacitada intelectualmente y hostigada por convulsiones diarias.

Otra vecina, una señora mayor, que lloró al enterarse de la condición de la niña, me confesó que tal vez sería mejor, además de un alivio para los padres del bebé, si la niña no vivía mucho; después de todo, no tiene mucho que esperar de la vida que le aguarda.

Para mi vergüenza, me sorprendí a mí misma pensando de la misma forma sobre Sue. ¿Qué puede esperar ella del futuro de su vida? Solamente más soledad y confusión y dolor, en contraste con mi futuro, que me guarda amor y risas, de niños y nietos.

Pero el contenido de una vida no determina su valía.

Estaba enfadada con Dios en nombre de Sue porque la vida se supone que ha de ser preciosa, pero no hay nada que yo pueda ver en su vida que tenga luz. Pero Dios ve más que yo. Y tampoco guarda silencio.

Él ya me lo había dicho, mientras daba vueltas en mi cabeza al encuentro con semejante nivel de pobreza, que Sue, que es pobre y doliente y hambrienta, sí tiene un futuro, y uno glorioso: “Bienaventurados vosotros los pobres, porque vuestro es el reino de Dios. Bienaventurados los que ahora tenéis hambre, porque seréis saciados. Bienaventurados los que ahora lloráis, porque reiréis”.

La promesa de Cristo para Sue me consuela poco. Mi fe no está ni por asomo en el nivel en el que el mero conocimiento del amor de Dios por los que sufren podría aliviar la tensión que siento en mi pecho cuando paso por la casa de Sue.

Pero que me sienta o no consolada por esta promesa no importa en absoluto. Lo que importa es que es una promesa y que llegará el día que por fin se secarán las lágrimas de Sue.

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