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Todos somos enormemente discapacitados

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Melinda Selmys - publicado el 24/06/16

Aprendiendo alegría, amor y dignidad de mi hijo con necesidades especiales

Era un caluroso día de finales de verano y mi mejor amigo estaba de visita después de pasar varios años viviendo en Europa. Estábamos observando a mi hijo autista yendo de aquí para allá por la piscina.

Sentía que mi cerebro estaba a punto de derretirse de tanto estrés. Las piscinas son siempre un peligro para los niños, y un niño que no es capaz de entender órdenes verbales plantea un reto especial sean cuales sean las condiciones.

Mi amigo lo miraba como reflexionando. “Me gusta mucho”, dijo después de un rato. “Es un niño…”, buscó en su mente la palabra adecuada, “…edificante”.

Este momento capturó dos de los aspectos destacados en Amoris Laetitia en relación a los cuidados de un niño con necesidades especiales.

Por un lado, el estrés particular y las dificultades derivadas del cuidado de alguien que no puede hacer las cosas que la mayoría de nosotros damos por supuestas. Por otro lado, la bendición única que aportan al mundo.

El Papa empieza hablando de las dificultades a las que se enfrentan las familias con personas con necesidades especiales y les manifiesta su gratitud y su admiración.

Pero luego continúa señalando que un niño con necesidades especiales no es una simple carga o una cruz que echarse al hombro.

“Las personas con discapacidad son para la familia un don y una oportunidad para crecer en el amor, en la ayuda recíproca y en la unidad”.

Y lo que es más, la presencia de un niño o una niña con necesidades especiales puede ayudar a la familia a “descubrir (…) nuevos gestos y lenguajes, formas de comprensión y de identidad”.

En este caso, las vidas de las personas con discapacidades no se conciben como un mero compuesto de necesidades que hay que atender constantemente.

La existencia de mi hijo no es vacua, no es una interminable odisea de sufrimiento y aislamiento que sólo tiene significado en tanto que se identifique la esperanza distante de que algún día se restaurará su funcionamiento humano completo en el paraíso. Su vida tiene sentido e importancia ahora: él es “un regalo”.

Fue esta dimensión de la existencia de mi hijo la que percibió mi amigo cuando lo contemplaba atentamente jugando al lado de la piscina.

Es posible que mi hijo nunca llegue a comunicar qué pasa por su cabeza cuando se sienta a rebuscar dentro de un libro hasta que las páginas se rompen en pedazos.

Puede que nunca aprenda a usar un cuarto de baño. Puede que nunca llegue a ser autosuficiente ni tampoco un “miembro que contribuya a la sociedad” en un sentido económico bruto.

Es posible que su vida consista principalmente en ver una y otra vez sus episodios favoritos de Planeta Azul, en barajar cartas y en saltar y dar palmas de alegría cuando ve una partícula de polvo aleatoria atravesando en el aire un rayo de sol.

Pero todo esto no hace que su vida sea insignificante. Al contrario, según dice el papa Francisco, la respuesta de amor que engendra su vida es un “signo del Espíritu”, porque es “paradigmático” de las formas en que debemos mostrar misericordia y atención por los vulnerables.

Su vida es la revelación de una de las verdades más profundas de la existencia humana.

Nuestro mérito, dignidad y propósito no se deriva de nuestras capacidades. Desde la perspectiva de Dios, ninguno de nosotros puede hacer nada ni remotamente impresionante.

Con una palabra, Él puede traer mundos al ser, puede crear materia de la nada y escribir todas las misteriosas formas de vida usando una cadena de cuatro bases químicas.

Nosotros ni siquiera podemos construir herramientas capaces de detectar la gran mayoría de Su genio.

Comparados con el original, a cuya imagen y semejanza fuimos hechos, todos somos discapacitados de una manera espectacular.

Nuestras vidas son breves. Nuestras ideas son risibles. Todos nuestros logros serán tragados por las enormes fauces del tiempo.

Y, aun así, tenemos un valor inconmensurable a los ojos de Dios. Tanto, que estuvo dispuesto a morir por nosotros en una Cruz. Y no por lo que somos capaces de hacer, sino simplemente porque Él se deleita en nuestra existencia.

En Sofonías, el profeta asegura a Israel que Dios “estará contento de ti. Con su amor te dará nueva vida; en su alegría cantará” (Sofonías 3:17). La actitud básica de Dios en relación a nosotros es de una dicha abrumadora.

El don que mi hijo aporta al mundo es el de manifestar esta abrumadora dicha en el simple hecho de la existencia.

El regalo que me ofrece a mí, en particular, es el de recordarme que mi valor como persona no emana de mis logros ni de mis fracasos. Todo lo contrario, el sentido, el valor y la importancia de mis éxitos y decepciones emanan de mí mismo.

En su sonrisa, en su capacidad de asombro y en sus peculiares cancioncitas, trae un especial testimonio, de la dignidad absoluta e inalienable de todo ser humano.

Y de esta forma, me enseña nuevas formas de pensamiento, nuevas formas de percibir el mundo y nuevas formas de amar.

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