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Encontré a Dios en una tienda de segunda mano

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Laura Yeager - publicado el 30/05/16

Sólo buscaba joyería de fantasía de segunda mano, pero me fui con mucho más

Estaba en la tienda de artículos de segunda mano buscando una cadena de oro falso para un colgante que me gusta llevar cuando visto de marrón. Los artículos de joyería los guardan en bandejas dentro de una vitrina y había que pedir a la dependienta que sacara las bandejas si querías examinar los artículos.

“¿Podría ver esa bandeja?”, pregunté.

La dependienta la sacó y empecé a ojear las joyas. Nada. Volví la vista a través del cristal de la vitrina. En otra bandeja había una cadena de oro con un colgante de estrella de mar. “Perfecto”, pensé. Podría usar la cadena y tirar el colgante.

“¿Puede guardar esta bandeja…”, dije a la dependienta, “…y traerme esa otra?”.

La cadena que quería costaba sólo 2 dólares. ¡Vendida!

Entonces me llamó la atención otra cosa que me gustaba, en una bandeja forrada de terciopelo: una espoleta de la suerte en una cadena plateada. Otra mujer la había visto también. “¿Qué es eso?”, me preguntó con un marcado acento.

“Es una espoleta de la suerte. Ese hueso de ave del que dos personas tiran y al que se quede con el pedazo más grande, le trae suerte”.

“¿De qué nacionalidad eres?”, inquirió.

“Estadounidense”.

“No, me refiero a que de dónde son tus ancestros”.

“Alemania, Francia e Inglaterra”, dije. “¿Y tú de dónde eres?”

“Colombia. ¿Quieres la espoleta?”, me preguntó.

“No, para ti, si la quieres”.

“¡Muchísimas gracias!”.

Cada una nos quedamos con nuestras alhajas y nos fuimos a diferentes partes de la tienda. Pronto, llegué a la zona de artículos del hogar. Me llamaron la atención unos platos para pizza: platos triangulares con la forma de las porciones. Una monería. Y seis platos por sólo 6 dólares.

“¡Tenía pensado comprarlos!”, dijo la mujer colombiana que había comprado mi collar de espoleta. Ahí venía otra vez.

“¿Los quieres?”, le pregunté.

“No, quédatelos tú”.

“Tenemos gustos parecidos”.

“Sí, es verdad”.

“Me llamo Laura”, dije.

“Yo soy Vilma. Este lugar es fantástico, ¿no?”.

“Sí, es estupendo. Un montón de cosas baratas y buenísimas. ¿Es la primera vez que vienes?”.

“Sí”.

“Bueno, pues espero que encuentres muchas gangas”.

Y empecé a alejarme.

“Adiós, Laura. Reza por mí”.

“Lo haré”. No me pareció una petición extraña, porque yo también soy religiosa. Me hice una nota mental para añadir a Vilma a mi lista de oraciones.

Nos encontramos otra vez en la sección de tallas grandes de señora.

“Vilma”. Me alegraba haberla encontrado de nuevo. Tenía que pedirle algo.

“Dime”, respondió.

“¿Tú rezarás también por mí? Tengo cáncer de pecho”.

Me habían dado la noticia tan solo tres días antes: el cáncer de pecho que tuve hace cinco años había regresado, se había vuelto a desarrollar a causa del tratamiento con radiación que había recibido para curar el cáncer anterior. El tratamiento para curarme me había causado otra enfermedad.

“Oh, cielos”, dijo. “Yo tuve cáncer de pecho en 2005. Claro que rezaré por ti”.

Y nos despedimos de nuevo.

Al poco, yo ya estaba lista para irme. Cuando ya estaba a punto de pagar, Vilma se me acercó otra vez.

“Aquí estás”, me dijo. “He estado buscándote por toda la tienda. Quiero decir una oración por ti”.

Ese mismo miércoles tenían que hacerme una resonancia y a la semana siguiente me sometería a la cirugía que extraería el cáncer. Pero esta mujer, esta señora de Colombia, Vilma, quería decir una oración por mí en medio de aquella tienda.

Como no es de extrañar, yo también me animé. La verdad es que necesitaba una oración. Y Vilma era una mujer sincera y cariñosa.

Después de pagar mis artículos a la dependienta, Vilma y yo fuimos al pasillo de arte de segunda mano. Y allí empezó a rezar.

“Querido Jesús, rezamos para que cures el cáncer de Laura”. Me di cuenta de que estábamos llamando un poco la atención. Se formó un pequeño corrillo alrededor de nosotras.

Vilma cambiaba del español al inglés. “Por la sangre de Nuestro Señor Jesucristo, cura el cáncer de Laura”.

Empecé a llorar. “Aleluya”, musité. No pude evitarlo. Las palabras se me escaparon de la boca.

Por el rabillo del ojo pude ver a la gerente observándonos. Parecía que quería que todo aquello parase, pero estaba indecisa porque en realidad no había ninguna norma en la tienda de artículos de segunda mano que impidiera rezar a Jesús para curar el cáncer de alguien en el pasillo de los artículos de arte usados. En cualquier caso, nos permitió continuar.

Cuando Vilma terminó el rezo, la abracé. “Te amo”, le dije. Si ella podía dirigir una pequeña ceremonia para rezar por mí, yo podía decirle que la amaba. Y la amaba de verdad. Esa mujer había sido bendecida con la bondad de Jesucristo.

“Gracias”, pronuncié, intentando recuperar la formalidad.

“Aquí tienes mi número de teléfono”, me ofreció mientras lo escribía en un pequeño jirón de papel.

“Te contaré cómo me van las cosas”, le aseguré.

“Muy bien. Espero tu llamada”.

El pequeño círculo que se había formado se rompió cuando Vilma y yo nos separamos.

Ya me sentía mejor.

Lo que pasó en la tienda de segunda mano fue la experiencia religiosa más espontánea por la que haya pasado nunca.

Alabo a Dios por aparecer junto a nosotros cuando más le necesitamos. Él se me apareció en la forma de una señora colombiana con unos gustos parecidos a los míos, en una tienda de segunda mano en Cuyahoga Falls, Ohio, Estados Unidos, a mediados de mayo de 2016.

Allí, recibí el don de la gracia de Dios.

Y entonces supe que todo iría bien.

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