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¿Qué me da paz? Saber que Dios me guía

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Carlos Padilla Esteban - publicado el 04/05/16

No quiero vivir huyendo de la realidad que no acepto, de la vida que no quiero, de las circunstancias adversas que me indignan

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Jesús me da su paz en el alma. Quiero guardar esa paz que me da. Con esas palabras que me susurra. Con ese amor que me sostiene: “La paz os dejo, mi paz os doy; no os la doy yo como la da el mundo”. Y me quedo pensando en esa paz que me da el mundo. Una paz fugaz y enferma. Una paz endeble.

El otro día leía: “El hombre debe aprender que este mundo cambiante e inestable no puede ser la fuente de su seguridad, de la auténtica paz del corazón. Esa es la fuente de nuestra paz y nuestra seguridad últimas: la providencia divina. Saber que Él me guiaba en todas mis acciones, que me sostenía con su gracia, me proporcionaba un sentimiento de paz y de coraje indescriptible”[1].

Pero muchas veces me veo buscando la paz en el mundo, en las cosas del mundo. Y mi corazón se apega a la tierra. Hago mi voluntad y busco la paz. Camino solo sin pensar en lo que Dios quiere de mí, y pretendo tener paz.

Construyo una paz frágil, enferma, apegada a mi yo. Una paz que consiste en no estar en guerra con nadie. Tan sólo eso. Quiero que me dejen tranquilo y no me molesten. Que me dejen en paz.

Busco tal vez una paz insulsa, sin sustancia ni contenido. Una paz pobre construida sobre un mundo que fluye y va demasiado de prisa. Todo cambia. Los amores, las decisiones, las personas, los lugares.

En un mundo así pretendo construir una paz asentada sobre mis decisiones. Muros frágiles. ¡Qué fugaz todo lo que decido! Caigo y me siento arrepentido. Me gustaría tener un corazón nuevo, un corazón en paz. Me gustaría abrir el alma y tocar una paz diferente, más honda, más verdadera.

En la película La guerra de las galaxias decía el maestro Yoda: Un jedi puede distinguir entre el bien y el mal cuando tiene el alma en paz”.¿Tengo mi alma en paz?

Sólo si tengo paz en el corazón seré capaz de distinguir entre el bien y el mal y optar por el camino que Dios desea para mí. Sólo si tengo una paz verdadera que calma mi sed. Una paz de Dios, no una paz del mundo. Una paz que nadie pueda arrebatarme a fuerza de golpes. Una paz honda que no esté asentada sobre las circunstancias que cambian sino sobre la estabilidad definitiva de Dios en mi vida.

Sé que tener paz me da la seguridad de seguir lo que Dios quiere que haga. Es Él quien me da la paz.

Decía el padre José Kentenich: “Vuelvo hacia santa Teresita. No tomaba mucha consideración de sus propias obras. Esto no quiere decir que no las había hecho, sino que no prestaba mucha atención a eso. Consideraba la santidad como resultado de la actuación de Dios y no de su propia actuación. De ahí las expresiones: elevador, escalera, víctima de misericordia”[2].

La paz me la da saber que es Dios quien me guía, quien me construye. Es Él quien me sostiene, me eleva, me hace suyo. Podré ser santo porque Él me hace santo, me santifica. Así descanso de mi vano intento por hacerlo todo bien, por cumplir, por ser perfecto.

Me da paz saber que puedo abrazar y besar sus deseos. No quiero vivir huyendo de la realidad que no acepto, de la vida que no quiero, de las circunstancias adversas que me indignan.

Le pido a Dios la paz honda del corazón. Una paz perfecta. Una paz fundada en su amor. Dios necesita mi sí para poder entrar con paz en mi alma. Para poder colocar su morada y darme una alegría que dure. Esa alegría que se mantiene en todos los momentos de mi vida.

Estoy llamado a ser feliz aquí y ahora, a vivir con paz, no en tensión. Quiero vivir en paz en medio de las tensiones. Con libertad, amando. Hacen falta hombres que vivan anclados en el corazón de Dios. En paz consigo mismos, con su historia, en paz con Dios y con los hombres.

Decía el Padre Kentenich: “Mientras más desprendido, más noble, puro, intocable y elevado sea el hombre, tanto más podrá volverse padre o madre de su pueblo. Ahí está un ser que es como de otro mundo, que conduce más allá de sí, a todos lo que le están próximos”[3].

Si tengo el corazón anclado en Dios, seré de este mundo sin serlo. Seré ciudadano del cielo en la tierra. Decía san Agustín: “Nuestro corazón fue creado para Ti y no descansará hasta que repose en Ti”.

Tendré paz cuando mi corazón esté apegado a Dios. Cuando abrace su voluntad. Tendré esa paz que no logra darme el mundo. Eso es lo que sueño. Una paz verdadera. Una paz para siempre.

¡Hay tantas cosas que logran quitarme la paz! Quiero que Jesús venga y haga morada en mí, y me dé su paz, y me quite los agobios.

[1] Walter Ciszek, Caminando por valles oscuros

[2] J. Kentenich, Retiro 1931

[3] J. Kentenich, La riqueza de ser puro, Vallendar 1968

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