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CINE Y VALORES: El Indomable Will Hunting, o por qué tenemos miedo a conocernos

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Enrique Anrubia - publicado el 27/04/16

Una buena película para hablar con los adolescentes sobre el miedo a tomar decisiones

Entre las frases más extrañas de la historia de la humanidad se encuentra esta: “conócete a ti mismo”. Mezcla de evidencia, misterio e ingenuidad, es algo que parece tan obvio que nadie le presta suficiente atención: ¿¡cómo no voy a conocer quién soy!? Fue Sócrates quien introdujo la frase en nuestro patrimonio intelectual y aún hoy se utiliza en casi todas las terapias psicológicas, consejos psuedointelectuales y sentencias que colgamos en el Facebook.

“El indomable Will Hunting”, en inglés original “Good Will Hunting”, y a partir de ahora “Will Hunting”, tiene como melodía principal ese tema. Porque la película va precisamente de eso, de saber y de qué significa realmente ser inteligente. No por nada, nuestro protagonista (Will) es un genio de las matemáticas y que en palabras de Sean, su psicólogo, “nadie puede negar eso”. Admitamos desde un principio que el resto de los mortales no lo somos.

Y admitamos otra cosa: si saber, lo que se dice de verdad “saber”, es como sabe uno su número de teléfono, atarse los cordones, cocinar pasta o leer una novela, entonces el problema está resuelto. Ya lo sabemos, y lo sabemos de sobra. Así que si vamos por ese camino se nos agota el tema y nos perdemos en nimiedades. El saber del que habla la película es el más importante: saber quién soy para saber qué quiero de verdad y quién quiero ser. Porque decidir es aparentemente fácil, pero decidir saber no.

Will es un genio y, como tal, ese saber que está en los libros lo tiene más que asumido. También decide cosas cotidianas todos los días. Es un tipo que además tiene una forma de ser dura, risueña, valiente y gentil al mismo tiempo. Pero no se atreve a lo único que hay que atreverse en la vida: a saber apostar, a jugársela. Busca lo que cualquiera de nosotros y nuestra sociedad nos pide: seguridad. Quiere sentirse seguro en su trabajo (limpiando pasillos o en la construcción), con sus amigos (que no le van a pedir que demuestre su genialidad) y en su vida cotidiana (con novia pero sin compromiso). Es un niño maltratado, huérfano, y sólo quiere que no le hagan daño, que la vida deje de ser demasiado dura, que nadie rompa la campana de cristal que se ha creado y que tanto sufrimiento le ha costado crear.

Tras los pertinentes minutos introductorios la película empieza verdaderamente así: Will (Matt Damon) va por primera vez a la consulta de Sean (Robin Williams). No va ser una terapia al uso, pues no es nunca cuestión psicológica (en eso la película es fantásticamente paradójica), sino más bien una conversación sincera entre ambos.

La cinta se puede vertebrar desde los encuentros entre Will y Sean. En el primero de ellos Will, aunque de forma teórica, desafiante y, en verdad, con un disparo al aire, va a anticipar el gran tema comentando un cuadro pintado por Sean: “Quizás estés en medio de una gran tormenta. El cielo se te cae encima, las olas chocan contra el bote y los remos están a punto de partirse. Con los pantalones meados. Solo deseas un puerto y harás lo que sea por salir de ese infierno. Por eso se hizo psicólogo”. Will aún no sabe que también

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La continuación se convierte en el que es que quizás el escenario más conocido de la película. La escena del lago. No se reconoce del todo el parque (¿quizás el Boston Common?, algo así como el Central Park de Nueva York, el Retiro de Madrid, pero de Boston). Es una delicia intelectual y cinematográfica. Tanto, que no me resisto a copiar, al menos en parte, el discurso de Sean. Allí están, sentados, mirando los cisnes en un día soleado. Y así

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Estuve pensando en lo que me dijiste el otro día sobre mi pintura, estuve pensando toda la noche y se me ocurrió una idea […] Eres un crio y en realidad no tienes ni idea de lo que hablas. Si te pregunto sobre arte me responderás con datos sobre  los libros que las leído, te lo sabes todo, si te pregunto sobre Miguel Ángel me responderás vida y obra aspiraciones políticas, su amistad con el Papa lo que haga falta pero tú no puedes decirme como huele la capilla Sixtina, nunca has estado allí y has contemplado su hermoso techo, […]Si te pregunto por el amor me citarás un soneto, pero nunca has mirado a una mujer y te has sentido vulnerable, no has pensado que Dios ha puesto un ángel para ti, para que te rescate de los pozos del infierno, y qué se siente al ser su ángel, al darle tu amor para siempre y pasar por todo, por el cáncer; no sabes lo que es dormir en un hospital durante dos meses cogiendo su mano porque los médicos vieron en tus ojos que el término horario de visitas no iba contigo, no sabes lo que significa perder a alguien porque solo lo sabrás cuando ames a alguien más que a ti mismo dudo que te hayas atrevido a amar de ese modo. Te miro y no veo a un hombre inteligente y confiado, veo a un chaval creído y muerto de miedo.

¿Es que acaso Will, con su metáfora sobre el puerto y la tormenta, no ha dicho algo verdadero?, ¿por qué esa aparente reprimenda?, ¿es que Sean no se atreve a reconocer que todos tenemos miedo? Entonces, ¿por qué le dice, resumiendo, que no se ha enterado por mucho que “sepa” de muchas cosas? Porque una cosa es saber las cosas intelectualmente y otras haberlas vivido sabiendo de verdad lo que se vive. Quien de verdad sabe intelectualmente es Will, pero quien de verdad sabe lo que es la vida es Sean. Es la diferencia entre saber las normas de la gramática y saber escribir, entre saber lo que es el miedo o el amor y saber que una idea sobre el miedo no da miedo o un poema no puede amar. Y para saber todo esto, sólo hace falta primero una cosa: saber quién y cómo está verdaderamente uno mismo. Pero para saber quién es uno mismo hay dos caminos: saberlo teóricamente y de palabra (aunque uno no sea un genio como Will) y saberlo de verdad.

¿Cómo se consigue eso? Eso es lo que hay que saber. Porque lo que se está preguntando, dicho a las bravas, es cómo saber de verdad vivir.

Con el peligro de reducir mucho la película, toda ella se puede mostrar en una pregunta que muchas veces nos planteamos como juego o cuando estamos en apuros: ¿Qué pasaría si supiéremos el futuro?, ¿qué sucedería si supiéremos desde el inicio las consecuencias de nuestras decisiones?, ¿cómo elegiríamos? Saber lo que va a pasar en el futuro (es una redundancia) es algo que todos los seres humanos nos hemos planteado alguna vez.

Nada tiene que ver con un espíritu pseudobudista de” vivir el presente”, pues tener que tomar una decisión es en el fondo sentarse de frente al futuro e intentar medir las consecuencias de algo que aún no ha sucedido. También es una redundancia la frase “saber el futuro” porque en todo saber se anticipa en cierto sentido el futuro. Si sé sumar o atarme las zapatillas, ya sé, en cierto modo, el resultado de una suma que aún no he hecho o de unas zapatillas de correr que aún no me he calzado. Dicho de forma irónica: nadie se compra unas zapatillas de cordones pensando si sabrá o no atarse sus cordones. El saber implica tiempo, y, de cierta manera, lo anticipamos.

Pero realmente, cuando decimos que nos gustaría saber el futuro, nos referimos a que nos gustaría saber cómo va a ser nuestra vida concreta ante la incertidumbre. Algo así como a saber la fecha de nuestra muerte, si conseguiremos trabajar en lo que nos gusta, saber cómo estarán nuestros hijos de aquí a quince años, saber si uno encontrará el amor de su vida. Tener, en el fondo, una bola de cristal donde se nos apareciesen las consecuencias de nuestras decisiones actuales. Las paradojas de esta cuestión son múltiples y se han hecho numerosas películas, libros y teorías científicas al respecto. Pero todas ellas parten de lo mismo: queremos saber el futuro porque queremos saber una cosa: saber qué decidir en el presente. Y ese saber es la trama y el problema de Will Hunting.

Todo saber o conocimiento es importante, pero hay uno que tiene un contorno especial y distinto a los demás: saber querer, saber vivir, saber elegir. En ese “saber elegir”, el futuro o el resultado de una operación matemática ayuda poco. Will es capaz de anticipar con su sabiduría teórica, su genialidad intelectual, cosas que para nosotros nos resultan imposibles, pero no sabe elegir. Sus conocimientos no sirven a ese propósito. Will puede relatar una retahíla de anécdotas con una oratoria rallando lo genial para anticipar una supuesta decisión. La escena de por qué no quiere trabajar con la Agencia de Seguridad Nacional es fantástica. Pero tras toda esa delirante y cómica narración llega

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Sean: ¿Te sientes solo?

Will: ¿¡Qué!?

Sean: ¿Tienes un alma gemela?

Will: Define “alma gemela” (soulmate)

Sean: Alguien que te desafía (challenge).

Will: Tengo a Chuckie (su mejor amigo).

Sean: No, Chuckie es tu familia, se arrojaría en pleno tráfico por ti, me refiero a alguien que te abra la mirada a las cosas, que llegue a tu alma.

Will: Tengo muchos. Shakespeare, Nietzsche, Frost, O’Conner, Pope, Locke…

Sean: Estupendo, todos muertos.

Will: Para mí no, no lo están.

Sean: Perono puedes dialogar con ellos, no puedes responderles.

¿Qué está queriendo decir Sean con un “alma gemela” que nos desafíe? Frente a cualquier idea preconcebida, no se trata de lo que podemos saber de la vida para decidir, sino de lo que la vida nos pone delante. Y frente a cualquier intento de control, tampoco se trata de una situación o una cosa inerte que nos pueda suceder, sino de lo que una persona con palabras, gestos o acciones nos puede decir de nosotros. Es demasiado fácil pensar que la vida es algo que nosotros decidimos en nuestras cabezas mientras estamos reflexionando solos. Es demasiado fácil decidir sin que haya una respuesta de vuelta (y sólo una persona puede responder propiamente).

Así que esto es parte del secreto: es una persona la que nos enseña verdaderamente a saber vivir. La frase es de tal evidencia que a veces se nos olvida: es una persona y no una cosa o una situación, alguien que no podemos controlar, alguien que tiene su propia voz (y suele ser muy distinta a la nuestra) la que nos enseña a vivir. Tal vez por eso los padres, los maestros, los grandes amigos y nuestro grandes amores nos han dicho muchas veces cosas que no queremos oír y que luego –aunque no siempre pasa- hemos reconocido que eran verdad.

De ahí que una de las escenas más desconcertantes es cuando Chuckie (Ben Affleck), el amigo de Will,

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Chuckie: Mira, eres mi mejor amigo, así que no te ofendas. Si en 20 años todavía vives aquí, vienes a mi casa a ver la tele y sigues siendo un obrero, te mataré. No es una amenaza, es un hecho. Te mataré.

¿Cuál es el problema? Que tenemos miedo. ¿Ven toda esa gente por la calle, paseando, hablando por el móvil, yendo a su trabajo, haciendo la compra? Todos tenemos miedo. Tenemos tan sujeta la vida, tan apretado el cinturón de las seguridades, que nuestra gran batalla es que todo se acople a lo que deseamos o a nuestras ideas, y, no cabe a engaños el tema, pues estamos dispuestos a dar la vida entera (trabajar en la construcción si hace falta aún siendo un genio) por tener esa seguridad.

La idea que a Will le da esa falsa seguridad es esta: “Viviré aquí toda mi vida. Seremos vecinos (le dice a Chuckie), tendremos hijos y los llevaremos juntos a ver béisbol”. Cada uno de nosotros tiene su propia idea peyorativamente teórica sobre cómo tenemos que ser nosotros, cómo tienen que ser los demás con nosotros y cómo ha de tratarnos la vida. Porque las más de las veces todo bascula en que elegimos y tratamos a las personas en función de cómo queremos que se acoplen a esa idea teórica que tenemos en la cabeza.

¿Ven esa gente por la calle? Tienen miedo. Y es un miedo natural, pero no son libres. Dos veces lo dice Sean, intentando mostrar qué significa saber elegir, saber vivir: “Eres huérfano, ¿verdad? ¿Crees que sé lo dura y penosa que ha sido tu vida, cómo te sientes, quién eres, porque he leído a Oliver Twist? Personalmente, eso me importa un carajo… porque, ¿sabes?, no puedo aprender nada de ti en ningún libro. A menos que quieras hablar sobre ti, sobre quién eres. A eso me apunto. Pero… no quieres hacerlo ¿verdad, chico? Te aterroriza decir lo que sientes… tu mueves, chaval”.

No soy la idea que tengo de mí, aun por mucho y muy bien construida que la tenga, y todos tenemos una idea de nosotros. Y no lo soy porque no soy una idea. Entre lo que somos y lo que creemos que somos media un milagro: los demás. Puedo pensar que soy muy sensible y hacer un mundo mental creyendo que lo soy, hasta que llega alguien que me recuerda que en verdad soy un insoportable susceptible. Pero para que eso llegue, y nos conozcamos, sólo se nos pide decidir una cosa: “Nunca podrás tener una verdadera relación con alguien en este mundo si siempre tienes miedo de dar el primer paso, porque lo que ves es todo lo negativo que hay en veinte kilómetros a la redonda”.

Nos cerramos, pues es más fácil vivir cerrado. No más falso, más fácil. No más necio, más cómodo. Buscamos un mundo mentalmente perfecto (aunque sea de obrero de la construcción en Boston mientras se bebe cervezas) porque no nos creemos que alguien pueda querernos como somos. En sentido muy específico vivimos en un “mundo ideal” que, por supuesto, lo rellenamos de falso realismo. “Te has montado, le dice Sean a Will, una filosofía perfecta, de ese modo podrás pasarte toda tu vida sin conocer a nadie de verdad”. Mataremos el tiempo, pero no conoceremos a nadie y no sabremos quiénes somos.

Pero en el fondo tampoco hay que saber mucho para poder vivir, pues no somos genios como Will. Y lo que hay que saber ya lo sabemos en cierto modo. ¿Y qué es lo que hay que saber para poder saber vivir? En la vida de Will se ha colado alguien que le ha tocado, una chica. Cuando Sean le pregunta si la volverá a ver,

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Will: ¿Para qué?; ¿para qué me dé cuenta de que no es tan lista, de que es muy aburrida? No sé, esa chica es perfecta ahora y no quiero estropearlo.

Sean: Quizás lo que te preocupa es que tú dejes de ser perfecto.

¿Qué es lo que hay que saber para poder dejar entrar a los demás en nuestra vida? ¿Para poder conocerlos, vivirlos, dejarnos conocer? Muy fácil, tan fácil que ya lo sabíamos teóricamente antes incluso de haberlo vivido: “No eres perfecto, chaval. Y voy a ahorrarte el suspense. Esa chica, la que has conocido, ella tampoco lo es”. Es tan obvio que uno puede decir lo que sabe: que esto ya lo sabíamos, y que ya sabemos lo suficiente y que podemos saberlo teórica y anticipadamente. La pregunta no es pues si lo sabemos (pues ya lo sabíamos), la pregunta es es si estamos dispuestos a saber vivirlo. Nos escondemos, desconfiamos porque ser y vivir en un mundo imperfecto significa poder ser “abandonado por la gente que supuestamente tenía que amar[nos] más”. Pero esa imperfección del mundo, de los demás y de nosotros, ya la sabíamos… teóricamente.

Y es que ya sabemos lo que necesitamos saber para saber decidir: que las cosas no van a ser como nosotros planeamos que sean. Si toda nuestra decisión se basa en un saber estilo: “ha de pasar esto así y así”, “mi idea previa que anticipo es esta y esta” o “decido esto porque este va a ser el resultado”, entonces, desengáñate, no estás decidiendo, no eres libre, eres esclavo de un falso saber, de un deseo de control y seguridad que en verdad no se da en la vida de las personas. Puede ser que funcione con las cosas, pero nunca con las personas que nos encontramos.

Y no cabe media tintas: esto no es un “bueno, me arriesgo”, sale mal, luego decido mejor. El hombre no tropieza dos veces con la misma piedra, el hombre libre, el verdadero, y al que al final de verdad admiramos y deseamos ser, es aquel que tropieza y tropieza y vuelve a tropezar y al final ni siquiera supera la piedra, pero ha sido libre y ha sido él. Les llamamos apasionados, pero en verdad saben elegir, saben quiénes son, saben vivir y saben abrirse a los demás. Son personas de gran atractivo. Conocemos algunas de las historias felices de esos hombres y los llamamos exitosos, pero yo les aseguro que hay muchos que no lo consiguen, no lo superan, no son genios, y son hombres libres que viven la vida y los desafíos que les plantea.

Tal vez como pista de esas “almas gemelas” que necesitamos, cabe decir que las personas que nos hacen conocernos no son aquellas que nos dicen lo que tenemos hacer o (por muy buenas que sean esas cosas), o cómo deberíamos ser (que muchas veces se traduce por cómo ellas quieren que seamos) sino las que nos muestran cosas de nosotros mismos que no habíamos reparado: buenas y no tan buenas. Entre una cosa y otra, hay un abismo. Si las dejamos entrar, empezaremos a conocer el mundo y a nosotros mismos. “Tú mueves, chaval”.

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