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Por qué hay corrupción en la política y cómo se cambia eso

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schoenstatt.org - publicado el 13/04/16

Nos pasamos haciendo viajes, recepciones y cenas costosísimas para combatir la pobreza...

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José Ortega y Gasset escribía en la década de los años 20 del siglo pasado: “El dato que mejor define la peculiaridad de una raza es el perfil de los modelos que elige, como nada revela mejor la radical condición de un hombre que los tipos femeninos de que es capaz de enamorarse. En la elección de la amada hacemos, sin saberlo, nuestra más verídica confesión”. [1]

Como cristiano en la vida pública, fue mi primer deseo pretender llevar las ideas de santidad de la vida diaria del Padre Kentenich a la vida política.

Durante diez años me tocó ocupar una banca en la Cámara de Diputados del Paraguay y quizás traicionado por mi juventud y por aquellos ideales de portar el estandarte y de entrega total, trabajé duramente para que los proyectos de ley que sostuvieran proyectos de política pública de inserción social, mejoramiento de la calidad de vida y de reducción de la pobreza, de generalización y excelencia en la educación pública se hicieran realidad.

No solo no encontré apoyo sino que recibí golpes, agravios, insultos y calumnias en dicho proceso.

Los cinco primeros años me demostraron que todo lo que yo creía que era “bueno” no era viable. No juntábamos más de 10 votos en una cámara de 80 congresistas.

Recién luego de estos años de duro aprendizaje empecé a comprender que todas las personas que estaban allí sentadas, eran el mejor proyecto de vida de lo que ellos mismos podrían ser.

Muchos de ellos, hijos de humildes labriegos, otros herederos de viejos caudillos de la época de la dictadura y algunos bienintencionados ciudadanos que llegaron por una u otra vía, desarrollaron en su liderazgo el nivel de excelencia que podían.

A la luz de la opinión pública –u opinión publicada– ridiculizados como ignorantes, primarios, cavernícolas, corruptos y hasta narcotraficantes, no parecían nunca acusar recibo de tales acusaciones.

Seguían votando en contra de “los intereses de la mayoría” y en las sucesivas elecciones, sin embargo, tenían gran éxito electoral cosechando victorias de sus movimientos en sus ciudades y departamentos. Algo no funcionaba en mi lógica.

Luego comencé a sentir intuitivamente lo que el Papa verbalizó con tanta claridad en el año de la Misericordia cuando nos dice: “El Evangelio de la misericordia, que se debe anunciar y escribir en la vida, busca personas con el corazón paciente y abierto, buenos samaritanos que conozcan la compasión y el silencio ante el misterio del hermano y la hermana”…

“Quiere estar cerca de las heridas de cada uno para medicarlas. Ser apóstoles de la misericordia significa tocar y acariciar sus heridas presentes también hoy en el cuerpo y alma de muchos de sus hermanos y hermanas. Curando estas heridas profesamos a Jesús.”

En el año 2004 un querido amigo mío que nos dejó muy tempranamente, Gerard Le Chevalier escribió un artículo maravilloso que llamó Se buscan políticos honestos para sociedades corruptas.

En una de sus frases más memorables de aquel breve pero importantísimo aporte decía: “El éxito de una persona en un cargo depende fundamentalmente de los criterios para contratarla. Mientras los requisitos de nuestras sociedades para sus políticos sean la mentira, la corrupción, el oportunismo, el clientelismo, el populismo y la demagogia, no debería sorprendernos que así sean los postulantes”.

¿Somos todos los cristianos realmente misericordiosos ante la política y ante los políticos?

La política, comprendida como lucha legítima por el poder, en primer lugar no solo no es mala sino absolutamente necesaria. La vocación del político tiene siempre un combustible cual es la ambición.

La ambición en sí no es mala hasta que nos preguntamos: ¿para qué queremos el poder? Cuando dos o más ambiciones salen a jugar al campo y se confrontan, sacan de nosotros lo peor y lo mejor, de acuerdo a las circunstancias en que vivimos y los valores que superponemos ante cada desafío.

En nuestra evaluación sobre lo político y lo público, somos lapidarios “Fulano ha robado”, “Mengano ha mentido”, “el Ministro ha beneficiado a su bufete”, “el presidente ha mentido”.

Pero, ¿acaso no hacemos lo mismo en nuestras casas? ¿Somos realmente fieles a las promesas conyugales aceptadas ante Dios en el matrimonio? ¿Somos realmente honestos en el manejo de nuestras empresas?

¿Pagamos todas las cargas sociales de nuestros empleados? ¿No intrigamos en la empresa para lograr un ascenso? ¿Cuidamos a nuestros hijos como nuestro mayor tesoro, educándolos en los valores cristianos?

¿No mentimos en nuestro trabajo al esconder ganancias, eludir o evadir impuestos? ¿No hemos pagado una coima para agilizar un trámite incluso en el colegio o universidad de nuestros hijos?

Mi conclusión es que hemos estado equivocados todos estos años, los “buenos” políticos (y digo así porque en las decisiones políticas siempre habrá buenos o malos, no importa el propósito sino los beneficiarios o perjudicados de nuestras decisiones), los organismos de cooperación internacional, los organismos multilaterales de crédito, nuestras conferencias episcopales, nuestros gremios empresariales.

¿Por qué?

Porque nos pasamos haciendo viajes, recepciones y cenas costosísimas para combatir la pobreza.

¿Y a quiénes invitamos? A aquellos que “hablan bien”, que se expresan de una manera correcta, que tienen una “excelente imagen” y una conducta “aceptable”, es decir a los que piensan igual que nosotros. Estos son –en varios países, no solo en el mío– una enorme minoría.

Paseamos por Berlín, Madrid, Roma, Londres, Washington, encontrándonos siempre con las mismas personas. Las mismas que asentimos a las verdades incontrovertibles que nos señalan los más importantes estudiosos de la materia política, económica y diplomática.

Aplaudimos y volvemos felices a nuestras casas porque hemos encontrado a gente que “piensa igual que nosotros”.

El año de la misericordia nos invitó a quienes nos dedicamos de manera directa o indirecta a la política o a lo político a no quedarnos en esta zona de confort, donde nuestro ego se ve alabado con la publicación de un interesante artículo en una revista prestigiosa o el aplauso de un auditorio de científicos sociales que nos dan la razón a nuestras tesis.

Nos invitó a romper ese círculo de miseria. Miseria de quienes estamos –yo he estado– en esos grupos.

A quien debemos invitar es a “los otros”. Sí. Así como suena. Al que falsificó su tesis doctoral para llegar a ser ministro, al que financió su campaña con dinero del narco, a quien benefició a la constructora de su socio o entregó los juicios del estado a su bufete.

¿Por qué?

Porque los políticos necesitan que se los “busque con el corazón paciente y abierto, buenos samaritanos que conozcan la compasión y el silencio ante el misterio del hermano y la hermana”.

Que comprendamos que la política ha sido para muchos la forma de vivir y de servirse del Estado porque en sus casas le enseñaron eso desde niños.

No todos tuvimos la suerte de crecer en los valores del cristianismo y de la fe, y que hablemos entre nosotros, entre quienes pensamos igual ¿qué valor final tiene? Les cuento: ninguno.

En el mundo hay 136.000 millones de dólares en cooperación para los países en vías de desarrollo. Sin embargo, hay un billón de dólares en flujos financieros ilícitos.

¿Acaso creemos que haciendo reuniones entre quienes apoyamos proyectos de cooperación convenceremos a los corruptos que esconden su dinero para que los dejen en sus países para que sirvan a los más pobres? Eso es una picardía imperdonable.

Esta acción política no es sólo para los políticos, sino para todos los ciudadanos, como dice Fernando Savater:

“Es por esto que alarma oír hablar de lo malos que son los políticos, de lo corruptos que son, y uno dice: Querrá usted decir que nos pasa a todos, porque si los políticos son corruptos, lo son porque nosotros dejamos que lo sean, porque fracasamos en nuestra propia tarea política que es el elegirles, sustituirles, controlarles, vigilarles, y en último término, presentarnos como candidatos, como una mejor alternativa frente a ellos. Si eso no lo hacemos, efectivamente los políticos seguirán siendo unos corruptos; y lo seremos todos, todos los políticos dentro de un país, porque todos en una democracia somos políticos, y no hay más remedio que serlo”. [2]

Atentos al llamado del Papa, abramos nuestros corazones a la política, a los políticos, comprendiendo que ellos no sólo son el reflejo de lo que como sociedad elegimos, sino que también esperan al buen samaritano que sane sus heridas provocadas por la misma miseria que todos sufrimos a diario.

Por Sebastián Acha, durante 10 años diputado nacional en Asunción (Paraguay).

Artículo originalmente publicado por schoenstatt.org

Tags:
corrupcioneleccionesmisericordiapolítica
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