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La Inquisición: ¿Perversión de la misión de la Iglesia?

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©The Holbarn Archive/Leemage

Inquisición

Jean-Pierre Dedieu - publicado el 24/06/20 - actualizado el 11/05/23

Cuidado con los juicios de valor anacrónicos

La Inquisición (del latín inquisitio, investigación) es un tribunal de la Iglesia cuya misión fue la represión de la herejía. Formalizada en la Edad Media y activa hasta el siglo XIX, la Inquisición cubría tres realidades diferentes: la Inquisición medieval (siglos XIII-XV), la Inquisición española (1478-1820) y la Inquisición romana (a partir de 1542), que no actuaron en todas partes con los mismos objetivos ni la misma intensidad.

La Inquisición medieval

La primera no es más que la misión de siempre que se confía a los obispos: velar por la buena salud moral y espiritual de su diócesis. Es la inquisición episcopal. La segunda Inquisición remite al fenómeno que conocemos mejor: la asunción por el Papa de la caza de la herejía en el siglo XII.

¿Por qué tanta atención sobre la herejía? Porque, en una Europa en plena reconfiguración socioeconómica, empezaron a circular ideas que, antes de ser heréticas, transformaban el mensaje cristiano para revivirlo, con el riesgo, quizás, de destruir el buen grano junto con la paja.

A esas nuevas aspiraciones laicas insuficientemente alimentadas por un clero demasiado blando, la Iglesia ofreció dos respuestas.

Primero, una línea reformista, tomando nota de las necesidades espirituales de una nueva sociedad más educada, urbana y mercantil: los franciscanos y los dominicos son los actores visibles de esta nueva oferta espiritual.

Luego, una faceta más normativa y represiva: es la Inquisición pontificia, formalizada por el papa Gregorio IX entre 1231 y 1233. Jurisdicción de excepción, conducida por los delegados del Papa, esta Inquisición reemplazó a la inquisición episcopal allí donde la predecesora no logró contrarrestar la herejía, especialmente en el sur de Francia. Su actividad culmina en la segunda mitad del siglo XIII en la década de 1340, antes del inicio de una fase de declive y un breve sobresalto en el siglo XV.

La Inquisición moderna

La Inquisición española toma el relevo. Rechazando la precedente, nace en España a finales del siglo XV por voluntad de los soberanos Isabel y Fernando. Con un inquisidor general designado por el rey y un Consejo, la Inquisición entra en el gobierno de los Reyes Católicos, mientras que la defensa de la fe se convierte en la piedra angular de la construcción de un reino cristiano moderno.

En el siglo XVI, sus tribunales están activos en todo el imperio español, desde Sicilia a México. Adormecida en el siglo XVII, la institución se suprimió en 1820.

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Domaine public
Pintura de Galileo frente a sus detractores, de Cristiano Banti (1824-1904).

Fuera de España, la Inquisición se refundó para convertirse, a partir de la década de 1540, en la punta de lanza de la Reforma católica frente al ascenso del protestantismo. Es la Inquisición romana: un tribunal central en Roma, cuya jurisdicción se extendía teóricamente sobre todo el mundo católico, pero que solo estuvo activa en Italia y decayó en el siglo XVIII.

De la Reconquista a la Inquisición

La Inquisición española –con la reputación de más dura– se refundó en el siglo XV en un reino en busca de unidad. Sus excesos se explican en parte por un contexto de grandes tensiones sociales y religiosas a final de la Reconquista contra los moros. Elemento de contexto importante, “las Españas” de finales del XV tienen una población muy diversa, más que ningún otro país de la Europa occidental: 100.000 judíos, casi 300.000 musulmanes.

Como institución de la Iglesia, la Inquisición solo extiende su jurisdicción a los bautizados en la Iglesia: judíos, musulmanes y, más tarde, indios de América o negros de religión vudú no caen bajo su dominio.

Las medidas de integración forzada de estas comunidades, como el tristemente célebre decreto de expulsión de los judíos de 1492, no tienen nada que ver con la justicia inquisitorial. Directamente bajo la jurisdicción de la Inquisición, por su mayor peligrosidad, estaban los nuevos conversos sospechosos de recaer en su antigua religión y los pecadores cristianos que violaban la moral de la Iglesia. De ahí, debemos aislar cuatro “grupos” de los que se ocupa la Inquisición española con objetivos y medios muy diferentes.

1 LOS CONVERSOS

Los primeros eran los conversos, judíos convertidos sospechosos de “judaizar”. En puestos de poder en las ciudades comerciantes, estos nuevos conversos materializaban las envidias y encarnaban una especie de quinta columna, “infiltrados” en la sociedad cristiana y amenazando con socavar el frágil edificio de la España de los Reyes Católicos.

En lo que respecta a la jurisdicción, la Inquisición no persigue a los judíos sino a los nuevos bautizados. Pero la violencia de sus procedimientos y las actitudes hostiles de los cristianos contra los judíos que se alimentaron son uno de esos “dolorosos hechos históricos” reconocidos por Juan Pablo II y que sobrecargan “el balance negativo” de las “relaciones tempestuosas entre la Iglesia y los judíos”. Los cristianos de hoy en día están llamados a compartir el profundo arrepentimiento de estas acciones para asociarse al proceso de purificación de la memoria iniciado por el Papa.

2 LOS MORISCOS

Se presenta un segundo objetivo: los moriscos, el equivalente musulmán de los primeros conversos, a quien se les acusará de “mahometizar”.

Después de largas vacilaciones y en un contexto de peligro turco creciendo en el Mediterráneo, la Inquisición la emprende contra estas comunidades moriscas de Granada, Valencia o Aragón. El balance tiene luces y sombras.

Las principales comunidades moriscas alcanzan un acuerdo con la Inquisición, que limita las condenas a muerte mediante el pago por los moriscos de una renta al tribunal. Sin embargo, menos protegidas, las comunidades no cubiertas por estos acuerdos ven caer sobre ellas una severa represión poniendo en marcha un ciclo de reincidencia-represalias del que derivaba, frecuentemente, la pena de muerte.

Como en 1492, la cuestión minoritaria termina por ser regulada fuera del ámbito de la justicia inquisitorial cuando Felipe III expulsa a los moriscos de España en 1609.

3 LOS PROTESTANTES

El tercer objetivo de la Inquisición española es la gran cuestión de la Europa moderna: los protestantes. Los raros grupos descubiertos en España fueron objeto de sanciones severas que llegaban a la muerte.

Más ampliamente, la lucha de la España muy católica contra el protestantismo explica la dureza del trato reservado a los extranjeros en las posesiones españolas: franceses, ingleses, alemanes podían “declarar” en cualquier momento la herejía protestante.

4 LOS CRISTIANOS VIEJOS ESPAÑOLES

El cuarto y último objetivo: el cristiano viejo español, a quien la enérgica recuperación de la Contrarreforma iba a tratar de disciplinar en cuestiones de moral y fe. Esta justicia inquisitorial no dejó una huella espectacular: ninguna ejecución, raras condenas a prisión o a galeras, casos de brujería casi sistemáticamente invalidados. Y sin embargo, es casi la mitad de la actividad de los tribunales de la Inquisición española hasta el siglo XVII.

Espejos deformantes

Esta tipología revela hasta qué punto las amalgamas abusivas se convierten en espejos deformantes. La Inquisición española presentó rostros muy diferentes en el tiempo y en el espacio según la naturaleza de la amenaza y el apoyo del poder civil.

Sí, la Inquisición se estableció en España como el órgano supremo de defensa de la fe, llegando a crear un clima de recelo; pero no, los inquisidores no enviaban a pobres diablos a la hoguera por adulterio o bigamia. ¡Cuidado con los juicios de valor anacrónicos! El principio de la Inquisición pertenece a un tiempo pasado: la justicia recurría en todas partes a métodos violentos y la Iglesia era, junto con los poderes civiles, la garante del vínculo social de la época. En un contexto en que la sociedad civil estaba adosada a la sociedad religiosa, y viceversa, la Iglesia introdujo en la gestión de lo religioso formas de acción propias de la gestión civil.

Los objetivos de la Inquisición

En la lógica de la Inquisición, la condena a muerte es un fracaso. Una vez identificado, el hereje debe confesar su crimen y luego convertirse. La Inquisición busca, pues, la mente del hombre, sus creencias. No reprime sus actos.

La leyenda negra de una justicia intrusiva y rigorista es como el homenaje que el vicio rinde a la virtud: el ensañamiento litigioso para encontrar la verdad es la expresión de una justicia que quiere descubrir el fondo de los corazones para no juzgar en base a la apariencia de la acción. Pongamos por ejemplo el caso siguiente: una hostia es robada y el culpable detenido.

Se abre su proceso: ¿la hostia la ha robado un demente? El hombre no es culpable. ¿La hostia la ha robado un ignorante? El hombre no es culpable. ¿La hostia fue robada por un borracho, un necio, un ciego? No culpable, no culpable, no culpable. Si, y solamente si, el autor de la acción está en plena posesión de sus facultades y robó la hostia con la voluntad de blasfemar, entonces hay un crimen de herejía.

Hacia la justicia moderna

Lo cierto es que esta exigencia supuso el desarrollo de nuevos procedimientos jurídicos. La Inquisición medieval canalizó los excesos de celo de la muchedumbre histérica o de los soberanos autoritarios. En el sur de Francia, las grandes hogueras se encendieron en 1210 por obra de poderes civiles, esto es, veinte años antes de la Inquisición pontificia.

La Inquisición pontificia sustituye a esta justicia expeditiva por un procedimiento basado en la investigación, el testimonio y la integridad intelectual y psicológica de los jueces. Mientras que la justicia civil trabajaba por grupos, la pontificia crea el procedimiento personal, codificado y escalonado en el tiempo.

El inquisidor comenzaba con una predicación general, exhortando a la población a la conversión… y a la denuncia de los herejes. Luego venían dos edictos que daban de quince días a tres semanas a los herejes para arrepentirse. Solamente al final de este tiempo los herejes no arrepentidos debían responder ante los tribunales inquisitoriales.

Este procedimiento, que todas las inquisiciones tenían en común, obedece a una preocupación por la conversión de los herejes. Las prórrogas y los repetidos requerimientos pueden ser vistos como instrumentos de fino terror psicológico: también deben ser entendidos como espacios para la conversión del acusado.

Un uso restringido de la fuerza

La Inquisición autorizó un empleo restringido de la fuerza. Nunca tuvo el poder de condenar a muerte, pero dejaba en manos de la rama secular la aplicación de la sentencia. La Inquisición española dejó 10.000 víctimas en seis siglos: es demasiado, pero poco en comparación con las 50.000 brujas quemadas en el mundo protestante a comienzos del siglo XVII. Además, la pena de muerte era un castigo entre otros tantos que se hizo excepcional a finales del siglo XIII.

Que el objetivo primero de la Inquisición no fue la condena a muerte de los herejes se vuelve evidente cuando se comprende que la institución buscaba la salvación de las almas y que una conversión pública reforzaba al resto del grupo en su fe. Stricto sensu, la Inquisición no prendió ninguna hoguera ni levantó patíbulos: era un tribunal que se pronunciaba sobre la ortodoxia de la fe, y los clérigos tenían prohibición canónica de verter sangre.

De ser necesario, el acusado era entregado al brazo secular, que ejecuta la sentencia. Por supuesto que hay un juego aquí, ya que las autoridades eclesiásticas sabían lo que significaba entregar al acusado a la rama secular.

Sin embargo, eso no hace de la Inquisición los torturadores sádicos que se describen, sobre todo cuando comprendemos las sutilezas del sistema penitenciario. Los inquisidores jugaban con la muerte, pero no era su oficio, parafraseando la célebre novela. La muerte solo era la última pena de un arsenal represivo que distribuía mucho más a menudo penas de confesión pública, encarcelamiento, peregrinación, penitencias, confiscación de bienes.

Manejando las cifras con precaución, sabemos hoy en día que las condenas a muerte eran mucho más raras que las hornadas de víctimas que se nos presentan, y que una condena pronunciada podía ser conmutada. Desde finales del siglo XIII, la muerte se convirtió en un castigo excepcional. Así, los archivos de Bernardo Gui muestran que, de las 636 condenas pronunciadas por el inquisidor de Toulouse, solo 40 fueron condenas a muerte.

¿Y la tortura?

Al principio prohibida por la Iglesia, cuando todas las justicias civiles recurrieron a ella, fue autorizada por Inocencio IV en 1252, aunque muy restringida: era necesaria una autorización episcopal y las confesiones obtenidas por la fuerza debían ser reiteradas libremente.

Hoy en día sabemos que los inquisidores empleaban este medio con mesura, ya que algunos dudaban de la eficacia de la tortura para obtener la libre confesión del herético investigado por el tribunal. En cuanto al inquisidor, a menudo poco tiene que ver con el monstruo fanático agitado por las buenas consciencias de nuestro siglo.

Eran hombres quizás guiados por todo tipo de intereses personales, sí, pero no fanáticos sedientos de sangre. Eran teólogos, juristas, preocupados por avanzar los intereses de la fe al mismo tiempo que su carrera administrativa y que, en conjunto, parecen haber hecho uso de la ponderación.

La Inquisición aparece así como una pesada máquina jurídica, la primera burocracia jurisprudencial de la historia. No tuvo el monopolio de la violencia religiosa: una muerte ya son demasiadas, pero la realidad solo puede juzgarse en contexto y jamás en un absoluto anacronismo alimentado con principios del siglo XXI.

El perdón de la Iglesia

Aun con todo, las cifras no cambian nada el fondo: un único muerto en nombre de Cristo es ya un escándalo. La Iglesia ha pedido “perdón por el consentimiento manifestado a métodos de intolerancia e incluso de violencia”.

En el 2000, el papa Juan Pablo II inició un proceso de perdón sin precedentes en la historia de la Iglesia. Entre las situaciones consideradas figura la Inquisición, como “formas de violencia ejercidas en la represión y corrección de los errores”. Lo queramos o no, la Inquisición forma parte de la historia de la Iglesia.

Aunque suprimamos los abusos de los inquisidores que se excedieron en su misión, las invenciones de los autores de novelas históricas y de ideólogos republicanos –tan sectarios como la apologética que les respondió–, aunque contextualicemos el papel de la Inquisición en el marco de las relaciones entre dos sociedades, civil y eclesiástica, siempre quedará que enviamos a personas a la muerte en el nombre de Cristo.

¿Cómo debe posicionarse una conciencia actual? Ni reivindicando un mandamiento divino de asimilación a la fuerza ni viendo en la Iglesia una institución intrínsecamente perversa. Se trata más bien de reconocer, después de un examen de conciencia histórico-teológico sólido, que la Iglesia hace lo que puede en un mundo complejo y que, una vez sopesado todo, no es la que sale peor parada, en vista de la continuidad histórica única de la que goza. ¿Qué otra institución asume hoy en día dos mil años de historia? La reconstitución propuesta aquí quiere participar de la purificación de la memoria solicitada por san Juan Pablo II y desapasionar los debates para lograr una memoria reconciliada.

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