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12 “antibióticos” de misericordia para sanar la Curia Romana

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Alberto Rizzoli/ AFP

Pope Francis (C) speaks during the traditional Greetings to the Roman Curia on December 21, 2015 at the Vatican. AFP PHOTO / ALBERTO PIZZOLI / AFP / ALBERTO PIZZOLI

Ary Waldir Ramos Díaz - publicado el 21/12/15

"La reforma va adelante con determinación", afirma el Papa Francisco

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El Papa Francisco, visiblemente afectado por una gripe, pidió disculpas a los presentes por no hablar de pie y, sentado, dio su discurso anual a la Curia Romana de saludo navideño y de fin de año este lunes 21 de diciembre en la Sala Clementina del Palacio Apostólico del Vaticano.

Sin faltarle humor, aseguró que el año pasado habló de las “enfermedades curiales”, pero este año quería presentar los “antibióticos curiales” desde la clave de la misericordia.

“Sin embargo, ni las enfermedades ni siquiera los escándalos pueden esconder la eficiencia de los servicios de la Curia”. El Papa aseguró que sería una gran “injusticia” no reconocer que la “reforma va adelante con determinación”.

El año pasado el Papa sorprendió con su discurso sobre las 15 “tentaciones y enfermedades” de la Curia. Males que causan “dolor” a “todo el cuerpo” de la Iglesia y a las almas. Y podrían apalear a cada cristiano, cada curia, comunidad, congregación o parroquia o movimiento eclesial.

De esta manera, invitó a los responsables de los dicasterios y a los superiores a profundizar, a enriquecerlo y completarlo. Una enseñanza que se puede aplicar en varios ámbitos de la vida social y familiar.

“Es una lista que inicia desde el análisis acróstico de la palabra ‘misericordia’, para que esta sea nuestra guía y nuestro faro”, indicó.

Al final, para entender los 12 elementos de la lista, el Papa invitó a leer una “bella oración, oración, comúnmente atribuida al beato Oscar Arnulfo Romero, pero que fue pronunciada por primera vez por el cardenal John Dearden”, explicó.

A continuación, la lista del Papa para meditar la misericordia en la acción de la Curia y el Servicio a la Iglesia:

  1. Misionariedad y pastoralidad. La misionariedad es lo que hace y muestra a la curia fértil y fecunda; es prueba de la eficacia, la capacidad y la autenticidad de nuestro obrar. La fe es un don, pero la medida de nuestra fe se demuestra también por nuestra aptitud para comunicarla. Todo bautizado es misionero de la Buena Noticia ante todo con su vida, su trabajo y con su gozoso y convencido testimonio. La pastoralidad sana es una virtud indispensable de modo especial para cada sacerdote. Es la búsqueda cotidiana de seguir al Buen Pastor que cuida de sus ovejas y da su vida para salvar la vida de los demás. Es la medida de nuestra actividad curial y sacerdotal. Sin estas dos alas nunca podremos volar ni tampoco alcanzar la bienaventuranza del «siervo fiel» (Mt 25,14-30).
  1. Idoneidad y sagacidad. La idoneidad necesita el esfuerzo personal de adquirir los requisitos necesarios y exigidos para realizar del mejor modo las propias tareas y actividades, con la inteligencia y la intuición. Esta es contraria a las recomendaciones y los sobornos. La sagacidad es la prontitud de mente para comprender y para afrontar las situaciones con sabiduría y creatividad. Idoneidad y sagacidad representan además la respuesta humana a la gracia divina, cuando cada uno de nosotros sigue aquel famoso dicho: «Hacer todo como si Dios no existiese y, después, dejar todo a Dios como si yo no existiese». Es la actitud del discípulo que se dirige al Señor todos los días con estas palabras de la bellísima Oración Universal atribuida al papa Clemente XI: «Guíame con tu sabiduría, sostenme con tu justicia, consuélame con tu clemencia, protégeme con tu poder. Te ofrezco, Dios mío, mis pensamientos para pensar en ti, mis palabras para hablar de ti, mis obras para actuar según tu voluntad, mis sufrimientos para padecerlos por ti».
  1. Espiritualidad y humanidad. La espiritualidad es la columna vertebral de cualquier servicio en la Iglesia y en la vida cristiana. Esta alimenta todo nuestro obrar, lo corrige y lo protege de la fragilidad humana y de las tentaciones cotidianas. La humanidad es aquello que encarna la autenticidad de nuestra fe. Quien renuncia a su humanidad, renuncia a todo. La humanidad nos hace diferentes de las máquinas y los robots, que no sienten y no se conmueven. Cuando nos resulta difícil llorar seriamente o reír apasionadamente, entonces ha iniciado nuestro deterioro y nuestro proceso de transformación de «hombres» a algo diferente. La humanidad es saber mostrar ternura, familiaridad y cortesía con todos (cf. Flp 4,5). Espiritualidad y humanidad, aun siendo cualidades innatas, son sin embargo potencialidades que se han de desarrollar integralmente, alcanzar continuamente y demostrar cotidianamente.
  1. Ejemplaridad y fidelidad. El beato Pablo VI recordó a la Curia «su vocación a la ejemplaridad». Ejemplaridad para evitar los escándalos que hieren las almas y amenazan la credibilidad de nuestro testimonio. Fidelidad a nuestra consagración, a nuestra vocación, recordando siempre las palabras de Cristo: «El que es fiel en lo poco, también en lo mucho es fiel; el que es injusto en lo poco, también en lo mucho es injusto» (Lc 16,10) y «quien escandalice a uno de estos pequeños que creen en mí, más le valdría que le colgasen una piedra de molino al cuello y lo arrojasen al fondo del mar. ¡Ay del mundo por los escándalos! Es inevitable que sucedan escándalos, ¡pero ay del hombre por el que viene el escándalo!» (Mt 18,6-7).
  2. Racionalidad y amabilidad: la racionalidad sirve para evitar los excesos emotivos, y la amabilidad para evitar los excesos de la burocracia, las programaciones y las planificaciones. Son dotes necesarias para el equilibrio de la personalidad: «El enemigo mira mucho si un alma es ancha o delicada de conciencia, y si es delicada procura afinarla más, pero ya extremosamente, para turbarla más y arruinarla». Todo exceso es indicio de algún desequilibrio.
  3. Inocuidad y determinación. La inocuidad, que nos hace cautos en el juicio, capaces de abstenernos de acciones impulsivas y apresuradas, es la capacidad de sacar lo mejor de nosotros mismos, de los demás y de las situaciones, actuando con atención y comprensión. Es hacer a los demás lo que queremos que ellos hagan con nosotros (cf. Mt 7,12; Lc 6,31). La determinación es la capacidad de actuar con voluntad decidida, visión clara y obediencia a Dios, y sólo por la suprema ley de la salus animarum (cf. CIC can. 1725).
  1. Caridad y verdad. Dos virtudes inseparables de la existencia cristiana: «realizar la verdad en la caridad y vivir la caridad en la verdad» (cf. Ef 4,15). Hasta el punto en que la caridad sin la verdad se convierte en la ideología del bonachón destructivo, y la verdad sin la caridad, en el afán ciego de judicializarlo todo.
  1. Honestidad y madurez. La honestidad es la rectitud, la coherencia y el actuar con sinceridad absoluta con nosotros mismos y con Dios. La persona honesta no actúa con rectitud solamente bajo la mirada del vigilante o del superior; no tiene miedo de ser sorprendido porque nunca engaña a quien confía en él. El honesto no es prepotente con las personas ni con las cosas que le han sido confiadas para administrarlas, como hace el «siervo malvado» (Mt 24,48). La honestidad es la base sobre la que se apoyan todas las demás cualidades. La madurez es el esfuerzo para alcanzar una armonía entre nuestras capacidades físicas, psíquicas y espirituales. Es la meta y el resultado de un proceso de desarrollo que no termina nunca y que no depende de la edad que tengamos.
  1. Respeto y humildad. El respeto es una cualidad de las almas nobles y delicadas, de las personas que tratan siempre de demostrar la justa consideración a los demás, a la propia misión, a los superiores y a los subordinados, a los legajos, a los documentos, al secreto y a la discreción; es la capacidad de saber escuchar atentamente y hablar educadamente. La humildad, en cambio, es la virtud de los santos y de las personas llenas de Dios, que cuanto más crecen en importancia, más aumenta en ellas la conciencia de su nulidad y de no poder hacer nada sin la gracia de Dios (cf. Jn 15,8).
  1. Dadivosidad y atención. Seremos mucho más dadivosos de alma y más generosos en dar, cuanta más confianza tengamos en Dios y en su providencia, conscientes de que cuanto más damos, más recibimos. En realidad, sería inútil abrir todas las puertas santas de todas las basílicas del mundo si la puerta de nuestro corazón permanece cerrada al amor, si nuestras manos no son capaces de dar, si nuestras casas se cierran a la hospitalidad y nuestras iglesias a la acogida. La atención consiste en cuidar los detalles y ofrecer lo mejor de nosotros mismos, y también en no bajar nunca la guardia sobre nuestros vicios y carencias. Así rezaba san Vicente de Paúl: «Señor, ayúdame a darme cuenta de inmediato de quienes tengo a mi lado, de quienes están preocupados y desorientados, de quienes sufren sin demostrarlo, de quienes se sienten aislados sin quererlo».
  1. Impavidez y prontitud. Ser impávido significa no dejarse intimidar por las dificultades, como Daniel en el foso de los leones o David frente a Goliat; significa actuar con audacia y determinación; sin tibieza «como un buen soldado» (cf. 2 Tm 2,3-4); significa ser capaz de dar el primer paso sin titubeos, como Abraham y como María. La prontitud, en cambio, consiste en saber actuar con libertad y agilidad, sin apegarse a las efímeras cosas materiales. Dice el salmo: «Aunque crezcan vuestras riquezas, no les deis el corazón» (Sal 61,11). Estar listos quiere decir estar siempre en marcha, sin sobrecargarse acumulando cosas inútiles y encerrándose en los propios proyectos, y sin dejarse dominar por la ambición.
  1. Atendibilidad y sobriedad. El atendible es quien sabe mantener los compromisos con seriedad y fiabilidad cuando se cumplen, pero sobre todo cuando se encuentra solo; es aquel que irradia a su alrededor una sensación de tranquilidad, porque nunca traiciona la confianza que se ha puesto en él. La sobriedad —la última virtud de esta lista, aunque no por importancia— es la capacidad de renunciar a lo superfluo y resistir a la lógica consumista dominante. La sobriedad es prudencia, sencillez, esencialidad, equilibrio y moderación. La sobriedad es mirar el mundo con los ojos de Dios y con la mirada de los pobres y desde la parte de los pobres. La sobriedad es un estilo de vida que indica el primado del otro como principio jerárquico, y expresa la existencia como la atención y servicio a los demás. Quien es sobrio es una persona coherente y esencial en todo, porque sabe reducir, recuperar, reciclar, reparar y vivir con un sentido de la proporción.

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