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Los milagros interiores que obra la Virgen María

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© Marko Vombergar / ALETEIA

Carlos Padilla Esteban - publicado el 12/12/15

La pureza no está tanto en las cosas, en los hechos, fuera de mí, como en la mirada que yo tengo

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Esta semana hemos mirado a María. Hemos entrado en el año de la misericordia cruzando el umbral de su puerta santa. Siempre me emociona la fiesta de la Inmaculada. Miro a María. María mira mi pobreza.

La miro a Ella como la mujer llena de luz, de vida, de esperanza. La mujer contenida, guardada, sellada como el lugar más sagrado en el que vino a nacer Dios. Me conmueve hacerme niño en sus manos.

No me siento inmaculado. Veo el pecado y la pequeñez. ¡Estoy tan lejos de lo que sueño! Me impresiona la fragilidad de mis pasos.

Miro a María, su pureza, su virginidad, su pertenencia a Dios por entero sin dejar de pertenecerles a todos los hombres, a todos sus hijos.

Tengo claro que pertenecerle a Dios no me quita nada, me lo da todo. No me priva de amar, me enseña a amar. María me lo deja claro. Su pertenencia a Dios se me muestra como un camino. Su ser inmaculado se manifiesta en ese amor indiviso.

¿Cuándo está mi amor dividido? No cuando amo a muchos. Sino cuando amo mal, con egoísmo. Como decía san Francisco: “Lo contrario del amor no es el odio sino la posesión”.

El amor verdadero libera, enaltece, hace crecer, ensancha el alma. El amor egoísta posee, retiene, teme perder, es celoso, tiene envidia.

Miro a María, y me gustaría mirar a los hombres como Ella me mira a mí. Me devuelve mi dignidad cuando la pierdo.

Rezo como esa persona que rezaba: “No quiero perder la pureza de la mirada. A veces la pierdo. El corazón herido guarda rencores que no olvida. Me da miedo volverme rencoroso, guardar en el alma oscuridades. Quiero confiar de nuevo, Jesús. Quiero creer que Tú lo puedes todo”.

Esa mirada que transforma mi mirada. Mi forma de ver las cosas, de vivirlas, de pensarlas.

Tal vez la pureza no está tanto en las cosas, en los hechos, fuera de mí, como en la mirada que yo tengo sobre la vida. La pureza surge del interior, de lo más hondo de mi corazón. Allí donde sólo Dios habita y habla, en lo más sagrado. Allí donde le dejo entrar, cuando me dejo tocar por sus manos.

Me gustaría que mi amor a María cambiara mi corazón por completo. Decía san Vicente Pallotti: “María nos ama inmensamente. Por eso queremos entregarnos por completo a Ella. Así con nuestras palabras y actos seremos apóstoles entusiastas. Seamos hijos y apóstoles de María. Llenos de confianza en Dios nos esforzaremos por transformarnos tanto en Ella que nuestro corazón, nuestras mociones, nuestras palabras y miradas, nuestros pasos, todo, absolutamente todo lo que hagamos o dejemos de hacer, le pertenezca a Ella[1].

Es el milagro más profundo, menos visible, más verdadero. La transformación que no es efímera, sino duradera. La que empieza por dentro. Desde dentro hacia fuera.

Las formas a veces pueden no encauzar la vida. Pueden ser sólo expresiones vagas de una vida que va por dentro. Cuando las formas guardan la vida sí tienen sentido. Cuando la vida se aleja de las formas, estas se vuelven rígidas y dejan de tener tanto sentido.

María me enseña a mirar en profundidad mi vida. Así hablaba el padre José Kentenich de María citando a san Vicente Pallotti: “Acostumbraba decir, señalando la imagen de María: -Ella es la gran Misionera, Ella obrará milagros. Se refería a milagros de transformación moral, junto con la gracia del arraigo y de la fecundidad apostólica[2].

María obra milagros. Me falta fe. Para ver inmaculada mi vida llena de faltas. Para ver la pureza en mi mirada que se queda detenida en lo impuro. Para ver cómo sembrar luz en ambientes en los que reine María.

Quisiera vivir en mi corazón grandes milagros. ¿No los he vivido ya alguna vez? Si soy sincero reconozco todo lo que María ha hecho en mi vida. Cuando me he abierto a Ella y a su poder. Cuando le he consagrado todo lo que tengo y soy. Mis sueños y deseos. Mis pensamientos más míos.

Necesito más fe para creer en los milagros. Ella hace milagros interiores. Si la dejo actuar.

Me conmueve el sí de María. En la anunciación abre la puerta de su corazón a Dios. Bueno, ya la había abierto desde siempre. Pero ese día dice sí a Dios que está a la puerta y llama.

Es lo que celebramos al pensar en María. Ella, la mujer llena de Dios, dice que sí. No puede pecar porque en Ella todo en su interior es armonía. No está dividida. No puede hacer el mal. No puede hacer daño a Dios. No puede hacerse daño a sí misma ni daño a los hombres.

Está llena del Espíritu, de gracia. Pero necesita decirle que sí a Dios, a su querer. Necesita descubrir el querer de Dios y abrazarlo.

[1] J. Kentenich, Hacia la cima

[2] J. Kentenich, Hacia la cima

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