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Guillermo del Toro y sus personales (e innecesarios) fantasmas

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Ramón Monedero - publicado el 19/10/15

El problema de La cumbre escarlata es que no ofrece nada nuevo que Del Toro no nos haya dicho ya en sus anteriores películas

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Guillermo del Toro siempre ha mantenido un frágil equilibrio entre el cine de Hollywood y sus propios intereses personales. Cuentan que estuvo a punto de dejar el mundillo tras el tortuoso rodaje de Mimic, donde fue ninguneado y abrumado por Bob Weinstein, un terremoto de erupción imprevisible que literalmente lo echó de la película. La intervención de Mira Sorvino evitó que terminara en la calle porque ella se negó a trabajar con otro director.

Desde entonces De Toro ha trabajado con un pie en Estados Unidos y otro en España. A veces estaba en Estados Unidos, pero estaba haciendo lo que le venía en gana aunque hubiera tenido que pagar un peaje para ello. Cuando quiso poner en pie su personal Hellboy en Hollywood le dijeron que si con la condición de que hiciera Blade II, y si funcionaba en taquilla tendría a su héroe de cuernos y piel roja.

Por lo demás, el cine de Guillermo del Toro siempre ha girado en torno al cine fantástico, con un especial interés por los vampiros y por los fantasmas. Su última película, La cumbre escarlata va también por aquí y encaja como un guante con otra de sus mejores películas de terror hecha curiosamente en España, El espinazo del diablo. De hecho, los fantasmas de esta última parecen que han sido trasplantados al último film del director, aunque con resultados distintos.

Tanto El espinazo del diablo como La cumbre escarlata arrancan con una declaración de principios: los fantasmas existen. Ahora bien, el matiz que ofrece Del Toro no es baladí. El director de Pacific Rim no necesita echar mano del cielo o del infierno, de la vida espiritual y muchísimo menos de la fe, para Del Toro los fantasmas son pura energía, sensaciones, un evento inexplicable que, aun así, ayuda a explicar al siempre complejo ser humano.

La cumbre escarlata es una nueva vuelta de tuerca en este sentido, o mejor aún, un volver a dar vueltas sobre lo mismo. El problema de La cumbre escarlata es que no ofrece nada nuevo que Del Toro no nos haya dicho ya en sus anteriores películas. Más que en ningún otro film de su director, en La cumbre escarlata las apariciones fantasmales son contadísimas y si uno las calibra bien, en realidad, no aportan gran cosa (con la única excepción de la primera vez que vemos a un fantasma). La película podría haber funcionado igual de bien (o de medio bien) si no hubiéramos visto a ningún espectro. Y es una pena porque Del Toro tiene buenas ideas y sabe cómo asustar con grotescas ocurrencias y sangrientos disparates.

Siempre he pensado que Guillermo del Toro es un realizador sobrevalorado. A mi parecer le falta un punto para ser brillante y no termino de decidir dónde exactamente se acusan más sus carencias. Sus guiones aunque repletos de clichés sabe hacerlos interesantes y su puesta en escena, aunque funcional y previsible, resulta seductora. Y su universo, aunque todavía incompleto (todavía nos faltaría por ver su acariciada adaptación de la obra de Lovecraft En las montañas de la locura) y todo lo discutible que se quiera al menos tiene sentido, es coherente consigo mismo y sobre todo vierte luz sobre el ser humano.

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