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Dios no me da lo que le pido, ¿qué estoy haciendo mal?

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Carlos Padilla Esteban - publicado el 10/10/15

Lo que no te hace ver la eternidad que viene después, lo que te cierra la perspectiva a este mundo, no te habla de Dios, sino de un semi dios

A veces intento convencer a Dios de que mis planes son los mejores sin duda: “Una fe que tú manipulas para que Dios haga lo que tú quieres es una fe mágica. Piensas que Dios realmente se presta a eso. Quien busca obsesivamente la curación de los males físicos ha perdido el norte. Todo lo que no te hace ver la eternidad que viene después, lo que te cierra la perspectiva a este mundo, no te habla de Dios, sino de un semi dios. Es un timo”[1].

A veces me busco un semi dios que haga realidad todos mis deseos. No quiero aceptar su voluntad. Me cuesta tanto confiar.

Decía el padre José Kentenich: “No sé lo que me sucederá en el próximo instante; pero sí sé que ello será lo mejor para mí. Aunque yo fuese el que pudiese elegir, creo que no podría hacerlo tan bien como Dios. Dejar que Dios elija por nosotros nos infunde una actitud casi de ‘despreocupación’. Por lo común estamos intranquilos y ansiosos a causa de las interferencias que hay en nuestro espíritu. Sólo debo preocuparme de vivir despreocupado; porque el Padre es el que empuña el timón de la barca de mi vida[2].

Pero muchas veces no acepto su voluntad. Huyo de sus deseos. No entiendo lo que me dice. Y no me gusta a veces lo que intuyo que desea.

Muchas veces no comprenderé sus planes, como leía: “Para escuchar a Dios hace falta aceptar no entender, estar dispuesto a sufrir, renunciar al mal, es decir, elegir el bien”[3]. Acoger su voz, escuchar sus deseos y tomar en serio lo que quiere de mí.

Por eso tantas veces mi incapacidad de aceptar lo que quiere me turba. Y corro entonces el riesgo de dar tumbos en mis estados de ánimo queriendo ser feliz sin apenas lograrlo. Paso del entusiasmo a la depresión. De la felicidad extrema al desánimo. Mi vida llega a ser un desastre o de repente es maravillosa.

Creo que aceptar la realidad tiene que ver con mantener la calma en todas las circunstancias de mi vida. Tiene que ver con mirar la vida tal como se nos presenta y elegir las opciones mejores para salir adelante.

No llorar mucho tiempo apegados a nuestras desgracias. No creer que siempre o nunca van a resultar las cosas como queremos. Se trata de ir creando un hábito para aceptar las contrariedades de la vida que a veces son muchas. Con una sonrisa. Con paz en el alma.

Normalmente sufrimos decepciones porque no se acomoda el sueño a lo que vemos. Cuando nos planificamos la vida y tenemos en el corazón tantas expectativas. Y lo que esperábamos no se parece a lo encontrado.

Y en los pequeños fracasos experimentamos tristeza y desaliento. ¿Dónde queda entonces la alegría del corazón? Siempre queremos más. Queremos el cielo en la tierra. Queremos una vida plena y lograda. Lo queremos todo. Soñamos más de lo que podemos.

Para mí que apenas balbuceo el nombre de Dios, todo es imposible. Salvarme, imposible. Sin Dios, imposible. Pero para Él que pronuncia mi nombre con la fuerza del amor, todo es posible.

Él puede convertir el gris de mi alma en un sol profundo. Y puede hacer de mi miseria la experiencia más honda del amor de Dios. Para Él todo es posible. Puede convertir la noche en día y hacer de mi desilusión un trampolín hacia el cielo. Puede hacer de la pérdida una ganancia. Y de la muerte, como un mago, saca una vida nueva, resucitada.

Sé que yo no puedo cambiar mi mirada. Aunque repita mil veces una nueva forma de abrir los ojos. Pero sé, porque no me falta fe, que Dios lo logra cuando le dejo poner sus dedos en mis ojos.

Y me cambia la mirada. Y me callo más. Y dejo de hacer tantas cosas. Y espero y aguardo. Y sé que me busca y me encuentra. Y entonces logra lo que yo no logro y alcanza lo que mis manos no alcanzan.

Con Él el camino que me invento es nuevo. Es su camino. Es mío cuando lo acepto. Y sé que su plan es el mejor. Aunque mis renuncias llenen de estrellas el cielo. Y sé que no pierdo cuando Él gana. Y no gano cuando le pierdo.

Pero a veces siento lo que rezaba una persona: “Me cuesta confiar en el amor de Dios. Él me ama con todo su amor y yo no me dejo amar por su presencia. ¡Qué poco confío! Camino cansado y dejo a mi paso un halo extraño de tristeza. Como si quisiera tener poder sobre el mundo. Pero no lo tengo. Quiero abrazar el océano inmenso y mis brazos no alcanzan. Quiero tocar la vida que se me escapa. Confío, me lo repito cerrando los puños. Pero es una gracia que no recibo. Vuelvo a decirlo: confío y me encuentro desconfiado aferrado a mis planes”.

Puedo olvidar que para Dios todo es posible. Él lo puede todo. Puede lo que yo no puedo. Logra lo que yo no logro. Me gustaría tener esa fe que mueve montañas y cree en lo imposible.

No es posible para los hombres, pero es posible para Dios. No es posible para mí que intento retener la vida. Es posible para Él que todo lo puede.

No entro en su reino por mis méritos y logros. Entro por su misericordia que todo lo puede. Su amor que todo lo limpia y eleva. Su mirada que me sana por dentro.

Él cambia mi miseria en misericordia, mi pobreza en riqueza verdadera. Me libera cuando no logro soltar mis cadenas. Y desenreda mi alma enredada. Desata los nudos de mi angustia y me hace soñar con lo imposible.

[1] Simone Troisi y Cristiana Paccini, Nacemos para no morir nunca, 65

[2] J. Kentenich, Niños ante Dios

[3] Simone Troisi y Cristiana Paccini, Nacemos para no morir nunca, 65

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