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¿Sientes que los demás son un problema, que estás mejor solo? Lee esto

hombre solitario mirando las montañas

© Unsplash

Carlos Padilla Esteban - publicado el 06/10/15

La herida de la soledad me recuerda que estoy incompleto

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Dios se conmueve ante la soledad del hombre. Y el hombre agradece a Dios por la misteriosa alegría del encuentro humano. ¡Es impresionante cómo nos conoce Dios! Conoce nuestro límite antes que nosotros. Antes de que el hombre se queje.

Antes de que se dé cuenta de su soledad y de ese hondo vacío que hay en su alma, Dios lo sabe. Es verdad, no es bueno vivir solos. Dios no nos ha creado para la soledad. Dios se conmueve al vernos limitados en la capacidad de crecer y amar.

Dios busca la manera de hacer pleno al hombre que ha creado. Así pienso que Dios nos mira siempre. Nos conoce por dentro, y susurra su plan de amor.

Dios mismo no está solo, es comunidad, es Amor trinitario. Por eso nos ha creado para el amor. Para la plenitud del amor en esta vida y el ciento por uno en la vida eterna.

Dios se asoma a mi vida cada día, y piensa en mí, en mi soledad. No se desentiende de mí, no me deja solo en la vida como tantas veces pienso. Le conmueve verme solo. Dios sabe que mi corazón limitado necesita a otras personas para caminar hacia Él. No puedo solo.

Es el misterio más bonito de mi vida. Y que también me hace sufrir. ¡Cuántas veces sufrimos en nuestras relaciones personales! Nos necesitamos. Para ser felices, para cumplir nuestra misión, para descubrir hasta dónde podemos llegar.

Dios lo sabe. Y a todos nos ha puesto en el camino a personas que llenan ese vacío, que responden a nuestra sed y nos ayudan a ser nosotros mismos. Personas que nos hablan del amor de Dios. Porque nos miran con ternura. Porque creen en nosotros.

Porque tienen algo que deseamos desde siempre. Porque son hogar, parada hacia el cielo. Porque sacan de nosotros lo mejor, cosas que desconocemos. Porque los reconocemos.

Dios, al mirarnos, al crearme, ya lo sabía. Que necesitaba a esa persona, o a esa otra. Para conocerle más. Para conocerme más. Para conocer juntos, o mejor dicho, para tantear juntos el sentido de la vida. Para que me muestre el cielo cuando yo lo olvido. Para que me ate a la tierra cuando me despisto.

Me ha invitado a compartir la vida, los sueños, los pasos del camino, con otras personas como yo. Nos ha llamado a caminar juntos en un camino de esperanza.

Y hoy vemos tanta soledad a nuestro alrededor. Tantas relaciones truncadas. Tantos fracasos en los vínculos. Hasta tal punto que muchos dejan de creer en el amor, en la amistad, en la fidelidad, en la familia.

El vacío es enorme. Hay un ansia de comunidad en el corazón del hombre que no encuentra plenitud. El hombre sueña con pertenecer a algo, a alguien, y tantas veces no lo consigue. Fracasa. Al mismo tiempo sueña con la autonomía y cae en el individualismo.

Es una aparente contradicción. Hay un deseo profundo de compartir la vida, amar en lo profundo, ser amado de forma única e incondicional para siempre. Y un ansia de no ser esclavo de nadie, ni dependiente.

Nuestra alma es imagen del cielo y el mundo no es suficiente para llenar el alma. Hoy le entregamos al Señor nuestra soledad, le ponemos nombre y le damos gracias por las personas que ha puesto en nuestra vida.

Todos tenemos miedo a que nos dejen de querer. Es la herida de soledad que a veces duele. La herida que tapamos con cosas, con las prisas, con miles de planes. La herida que se calma con el encuentro, con el amor.

La herida que nos hace reconocer a Dios en otros y nos hace vulnerables. Nos rompe. Nos acerca a otros. Nos abre a Dios siempre. Es la herida de soledad que me recuerda que estoy incompleto. Que otros me ayudan a completarme.

Pero luego en la vida no siempre los vínculos nos ayudan a vivir en paz con nuestra soledad. Nos duele el roce áspero de la soledad. Sin importar la vocación a la que nos llama.

En todos los caminos experimentamos la soledad y tenemos que aprender a vivir en paz con ella. Porque es parte de nuestro equipaje.

Rezaba una persona: “Estamos unidos por la misma soledad. Como tu soledad, Jesús, en el Sagrario, que nos une a todos. Yo sí que sé que Tú me amas, Jesús, en mi soledad. No sé si lo veré siempre, pero ahora lo sé de corazón. En eso es en lo que tengo más fe. Como es un don y no mérito mío, te pido Jesús no perder esa fe nunca. Quiero creer en tu amor”.

Es la soledad en la que Jesús nos dice que nos ama. Esa soledad a la que a veces queremos huir cuando el mundo con sus tensiones nos quita la paz, cuando los lazos humanos se rompen, cuando el fracaso del amor nos cercena el alma.

A veces la búsqueda de soledad puede ser una tentación, una huida fuera de aquello que nos incomoda. Es como si en la soledad de nuestra celda quisiéramos estar en paz con el mundo sin apenas tocarlo.

Ya lo decía la misma santa Teresa de Jesús: “Aquí, hijas mías, se ha de ver el amor, que no en los rincones, sino en mitad de las ocasiones. Y creedme que, aunque haya más faltas, sin comparación es mayor la ganancia nuestra. Por lo que digo que es ganancia, es porque se nos da a entender quién somos y hasta dónde llega nuestra virtud. Porque una persona siempre recogida, por santa que a su parecer sea, no sabe si tiene paciencia ni humildad, ni tiene cómo saberlo. ¿Cómo se ha de entender, si no se ha visto en batalla?”.

Santa Teresa fue una enamorada de la soledad, enamorada de Jesús hombre, enamorada hasta lo más profundo del alma. Pero veía la necesidad de amar en comunidad, sufrir en comunidad y probar allí la virtud. Aprender a vivir en los otros, con los otros y a ver a Cristo en aquel a quien amamos y con quien sufrimos.

Anhelamos el amor. Anhelamos una familia en armonía. Pero, ¡con cuánta frecuencia surgen los desencuentros, los malos entendidos, los desprecios, las críticas! Vivir en comunidad supone renuncia y sacrificio.

¡Qué escasas son las relaciones sanas! ¡Qué difícil un amor matrimonial eterno! ¡Cuántas veces vemos el fracaso de ese primer amor que no llegó a su plenitud! Tantas veces no queremos estar solos y nos acabamos quedando solos. ¡Qué contradicción!

Queremos una intimidad sagrada donde Dios haga pleno nuestro amor humano. Deseamos un entendimiento de corazón a corazón, casi sin palabras. Anhelamos un amor verdadero donde no haya mentiras ni falsedades.

Y tantas veces vivimos lo contrario, el pecado, el dolor del abandono. El desencuentro. El corazón del hombre no está hecho para estar solo. Y sueña con vivir en Dios en todos sus amores humanos.

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