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Hoy traigo una tremenda provocación, que no les dejará indiferentes y que tal vez remueva algunas partes ocultas de su conciencia a favor o en contra del atrevido cortometraje “Hiyab”, de Xavi Sala, de cuyo estreno se cumplen diez años. Son ocho minutos vibrantes, íntimos, en los que se nos invita a pensar sobre el multiculturalismo, sus consecuencias y la presunta neutralidad del estado que lo promociona. Sobresalen las extraordinarias actuaciones de Ana Wagener como directora del centro de enseñanza y de una jovencísima Lorena Rosado que, desde entonces, dejó a un lado la interpretación para concentrarse en su carrera de modelo.
Una adolescente musulmana llega a un instituto madrileño que se declara “laico” y que no acepta en sus aulas ningún símbolo religioso ya que, se argumenta, la proliferación de expresiones de este tipo destruiría la libertad de culto. Nos queda la pregunta: ¿realmente es posible un programa educativo que sea teológicamente neutral? ¿cabe la convivencia en un marco religiosamente aséptico? ¿o más bien se trata de un régimen falaz que implanta subrepticiamente su propia concepción sobre Dios y el sentido de la existencia?
En primer lugar les animo a que vean el cortometraje y reflexionen ustedes mismos acerca de estas cuestiones de extrema importancia (baste pensar en las distintas posturas que han aflorado en Europa ante el aluvión de refugiados procedentes de países en conflicto). Por mi parte destacaré algunos aspectos de este trabajo.
El patrón consumista del estado liberal, que nos rodea con un halo de artificialidad del que es difícil escapar, nos permite, por primera vez en la historia, obviar eso que Dostoievski denominaba “la cuestión maldita”. En las últimas décadas parece haberse inventado el “hombre arreligioso”, y digo “arreligioso” -no “ateo”- porque ser ateo implica una postura teológica concreta, [es decir, una pregunta acerca de Dios, n.d.e]. Esto, sin embargo, creo que no es cierto: el sistema propone, y en muchos casos impone (“Hiyab” es un buen ejemplo) una determinada actitud teológica que achica y acartona el horizonte, escondido tras una amalgama de martingalas que redirigen y domestican el deseo, y ahoga el ardor de los corazones con útiles de consumo que adormecen la conciencia y achantan la mirada.
Por supuesto que algo así tiene un coste, bien lo sabemos los contemporáneos. Las cosas, cuando sólo se orientan hacia sí mismas, igual que los hombres cuando sólo son capaces de enfocarse en sí mismos, apenas nos dejan aspirar aire bajo su hastío cotidiano. Nos encontramos entonces sumergidos en una realidad de la que queremos huir esperando el fin de semana, el verano para viajar, soñando con que aparezca una carta en el buzón que nos cambie la vida. No nos gusta el mundo que nos circunda ni la manera en la que se desarrolla la rutina, pero tampoco conocemos otro modo de vivir. Somos como esos habitantes de los nortes nevados que se aferran al blanquísimo paisaje de su patria sin ponderar que cada día les provoca una ceguera más acusada.
Porque aunque nadie nos lo diga, e incluso aunque nos parezca imposible creer en Él, entendemos perfectamente que sin Dios, sin un Dios bueno, sin un Dios-Amor, la vida nunca responderá, por decirlo así, a nuestras expectativas.