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Pilares del islam (3): El ayuno, o ṣawm

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María Angeles Corpas - publicado el 30/09/15

El Islam se asienta de un modo importante en la observancia del ayuno diurno durante el mes sagrado de Ramaḍān

El Islam se asienta de un modo importante en la observancia del ayuno diurno (ṣawm o ṣiyām, Qur. 2, 183-187) durante el mes sagrado de Ramaḍān -noveno del calendario islámico- en recuerdo de la revelación. Esta obligación se extiende a todos los creyentes que no estén dispensados (niños menores de 14 años, ancianos, enfermos, mujeres embarazadas, etc.) desde la aparición de la luna nueva de Ramaḍān hasta la del mes siguiente (Šawwāl).

Desde la salida hasta la puesta del sol, está prohibido tomar bebidas y alimentos, mantener relaciones sexuales, oler perfumes, fumar y otras actividades que rompan la abstinencia. Este esfuerzo está destinado a incrementar la conciencia espiritual del individuo, valorando la oración y la vida comunitaria, por encima de las propias necesidades materiales.

Originalmente había sido establecido el décimo día del primer mes, teniendo ecos de la festividad judía de purificación (Yom Kipūr). Sin embargo, la revelación posterior durante época medinesa instituyó la abstinencia de Ramaḍān en un contexto de conflicto con la comunidad judía, teniendo como precedente más cercano en otras tradiciones la Cuaresma cristiana. La vivencia de la ruptura del ayuno con una comida (faṭūr) en familia o en la mezquita supone una ocasión singular en la que la comunidad se siente reforzada.

Por encima de las diferencias, la simultaneidad del ayuno voluntario del conjunto de la Umma hace más relevante el sacrificio personal. Dicha conexión entre individuo y grupo favorece que la celebración de esta tradición sea uno de los últimos anclajes de la identidad musulmana en abandonarse. Incluso aquellos que han entrado en una dinámica secularizadora mantienen esta práctica como nexo con sus orígenes culturales, transmitidos por el entorno familiar. El potencial de la mezquita como centro neurálgico de la actividad comunitaria adquiere su verdadera relevancia durante este periodo capital del año litúrgico.

Este carácter de encuentro se manifiesta en festividades como la Noche del Destino o del Poder (Laylat al-Qadr) y sobre todo con el fin de Ramaḍān (‘Īd al-Fiṭtr). La primera se celebra la noche del 26 al 27 del mes, conmemorando el inicio de la revelación coránica al Profeta, con actos especiales en las mezquitas. La segunda, también llamada ‘Fiesta Pequeña’ (‘Īd aṣ-Ṣagīr) es considerada la celebración más importante del calendario tras la Fiesta del Sacrificio o ‘Fiesta Grande’.

En los países de mayoría islámica, el ritmo social e incluso el de la producción económica se ajustan al cumplimiento del Ramaḍān, celebrando su fin con gran intensidad, hasta el punto de convertirse en una referencia elemental del año, similar a la Navidad en la tradición cristiana. La eficacia de este ejercicio espiritual se complementa con un azaque especial, destinado a cubrir las necesidades materiales de los fieles más pobres. Éste simboliza la utilidad moral que debe otorgarse a los bienes recibidos de Dios y que deben compartirse.

En un contexto Occidental, esta fiesta significa una renovación anual de la propia creencia y fortalecimiento de los lazos colectivos. Los musulmanes de origen encuentran una oportunidad para superar el extrañamiento y la nostalgia, recuperando parcialmente sus costumbres. Sobre todo, compartiendo con sus allegados los momentos más entrañables, como la ruptura diaria del ayuno, en torno a una gastronomía típica de esas fechas.

El carácter lunar del calendario hegiriano disocia el Ramaḍān de la estacionalidad. De esta forma, va rotando una quincena cada año, coincidiendo a lo largo de la vida media de un creyente al menos dos veces en verano y dos en invierno. El carácter móvil de las fiestas impide su fijación en un momento determinado, haciendo que Ramaḍān sea observado en períodos muy distintos de luz y temperatura. Su inicio viene marcado por la luna nueva, lo que exige cálculos astronómicos precisos con las consecuencias que de ello se derivan en los horarios de oración (ṣalāt).

Desde la antigüedad se ha discutido sobre la adopción del modelo lunar o solar como sistema más adecuado para la medición del tiempo. Los calendarios han procurado armonizar los eventos celestes con los ritmos humanos y de la naturaleza, evolucionando paralelamente a los sistemas religiosos y a los descubrimientos científicos. Para las comunidades musulmanas en minoría se hace necesario compaginar el tiempo oficial con el religioso, con las dificultades que este ajuste exige.

La universalización del calendario gregoriano, desarrollo cristiano de la época romana, proviene del predominio mundial de la cultura europea. Las necesidades comerciales y de comunicación lo han impuesto como referencia común, sin menoscabo de la utilización de otras tradiciones. En los países musulmanes es frecuente la señalización de la equivalencia entre las dos medidas (solar y lunar) para facilitar la orientación en sus variadas relaciones con el resto del mundo. Esta dualidad ha sido considerada por algunos musulmanes como síntoma de una occidentalización que erosiona la supremacía y el carácter piadoso del ritmo hegiriano. No obstante, el uso internacional normalizado de la era cristiana tiene más relación con motivaciones económicas que con otras puramente culturales o religiosas.

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