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¿Indulgencias todavía? Hoy y siempre, los motivos

Indulgenze – es

© Flickr/Erich Ferdinand/Creative Commons

Cardenal Mauro Piacenza - publicado el 09/05/15

Sus profundas raíces teológicas y eclesiológicas exaltan la libre responsabilidad y la comunión en Cristo

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Las indulgencias representan una valiosa síntesis entre teología y espiritualidad, entre praxis penitencial y prontitud pastoral, entre doctrina sobre la misericordia y devoción popular. Por el vínculo estructural que tienen, y con las obras concretas que realizan, las indulgencias piden, como también el sacramento de la Reconciliación, un particular compromiso de libertad personal, indispensable siempre en la formulación y reformulación del acto de fe.

He pensado dividir mi intervención en tres diferentes pasajes: el primero, las indulgencias, tesoro de la misericordia de Dios por la Iglesia; segundo, las indulgencias, mirada sobrenatural de la Iglesia y sobre la Iglesia; y finalmente, tercero, algunos aspectos pastorales de las indulgencias.

1. Las indulgencias, tesoro de la misericordia de Dios por la Iglesia

Le queda claro a todo el mundo que la doctrina y la práctica de las indulgencias están estrictamente, más aún, indisolublemente vinculadas al sacramento de la Reconciliación y a sus efectos. Como recordó el beato Pablo VI en la Constitución Apostólica Indulgentiarum doctrina:

“Indulgencia es la remisión ante Dios de la pena temporal por los pecados, ya perdonados en lo referente a la culpa que gana el fiel, convenientemente preparado, en ciertas y determinadas condiciones, con la ayuda de la Iglesia, que, como administradora de la redención, dispensa y aplica con plena autoridad el tesoro de los méritos de Cristo y de los santos” (ID, 2 1).

La indulgencia nos habla del tesoro de la Divina Misericordia y su sobreabundancia respecto a todo el mal posible llevado a cabo por el hombre. Resuena, a ese respecto, el encantador himno del Exultet, que cantaremos al final de esta Cuaresma: “Feliz culpa que mereció tan grande Redentor”. La conciencia de la sobreabundancia del don salvífico de la Misericordia respecto a los méritos del hombre, sobretodo, a cualquier posible condición de pecado y de distancia de Dios, no es otra cosa, si se mira bien, que la concretización, a través de la encarnación del Verbo, de la fe en la absoluta trascendencia de Dios.

Explico más. La llamada a creer en la Divina Misericordia, revelada plenamente en Jesucristo, en su muerte y resurrección, y el reconocimiento de la absoluta sobreabundancia de tal misericordia son, para nosotros cristianos, parte imprescindible del reconocimiento de la trascendencia de Dios, de su absoluta alteridad respecto a cualquier experiencia que se pueda tener de Él.

Creemos en Dios, en Dios Padre, en su absoluta trascendencia, precisamente en la medida en que creemos en la real posibilidad que nos ha sido ofrecida de su misericordia y en la sobreabundancia de tal misericordia respecto a nosotros.

Siempre es oportuno, a tal propósito, recordar cómo el misterio al revelarse no deja de ser misterio y se revela a nosotros en su naturaleza de misterio: no es casualidad si las palabras fundamentales para aludir a Dios son estructuralmente términos “negativos”: in-finito, inmenso, omnipotente, omnisciente, etc…esto nos dice que cada experiencia posible del misterio, incluso como misericordia, lleva consigo la llamada al reconocimiento humilde y real de una sobreabundancia, que, lejos de aplastar o limitar la libertad de los hombres, constituye el verdadero horizonte de vida y el auténtico objetivo motivacional.

Podemos decir que, si Dios es bondad suprema, no es, sin embargo, la bondad como nosotros la conocemos y experimentamos; si Dios es justicia, no es la justicia como la conocemos; Dios es amor, pero no el amor que experimentamos.

Lo mismo vale para el gran misterio de la misericordia: Dios es misericordia, pero no es la misericordia, aunque importantísima, que nosotros experimentamos. Él se manifiesta en ella, nos da un pálido aroma de su ser en cualquier auténtica experiencia de misericordia que podamos vivir, pero es más grande, es siempre “más” que cualquier experiencia humana concreta.

En este amplio horizonte, en el que reconocemos la absoluta trascendencia del misterio y la libre voluntad de manifestarse a los hombres, para su salvación, como misericordia, sobretodo en el evento histórico-salvífico de la muerte y resurrección de Jesús, debe ser colocada la doctrina sobre las indulgencias.

El tesoro de la misericordia es inagotable, sus límites no se pueden trazar por la pobre inteligencia humana. Como, para todos los sacramentos, el Señor Jesús, habiéndolos directa o indirectamente instituido, ha confiado a la Iglesia la tarea de establecerles una forma –y a través de los siglos la forma de los sacramentos ha cambiado, permaneciendo intacta su esencia– de este modo, el administrador del tesoro de la misericordia está completamente encomendado a la autoridad de la Iglesia, que piadosamente lo custodia, sabiamente lo administra y generosamente lo dona.

La clave para comprender el tesoro de las indulgencias, es la distinción teológica entre culpa y pena. Sabemos bien cómo la culpa es perdonada por la reconciliación sacramental, mientras que la pena temporal por los pecados cometidos permanece y requiere el don ulterior de la indulgencia para ser perdonada.

¿Cómo leer e interpretar en la época actual de la postmodernidad, esta distinción entre culpa y pena que, con una mirada superficial, podría aparecer con sabor medieval?

El tesoro de las indulgencias permanece incomprensible a la mente que se autolimita sólo al horizonte inmanente de la existencia y que excluye a priori la inmortalidad del alma, y a cualquier forma de relación con el misterio sucesivo a la muerte.

En breves palabras, las indulgencias son incomprensibles para el hombre secularizado e, incluso para aquellos cristianos que, en nombre de la desmitificación del cristianismo, lo han reducido a una doctrina ética, útil sólo a los estados modernos para conservar su poder.

La indulgencia es, en cambio, un himno a la libertad, un reconocimiento en profundidad de la dignidad del hombre que, precisamente porque es racional, libre y capaz de amar, debe ser siempre considerado usualmente responsable de sus propios actos.

La distinción entre pena temporal y culpa debe ser preservada para poder, a través de ella, preservar, por un lado, la auténtica libertad del hombre y, por el otro, la historicidad y, por lo tanto, el valor temporal, de los actos que éste realiza.

Sabemos que el juicio universal no será un golpe de esponja sobre la historia y la persistencia de la pena temporal, incluso después de la absolución sacramental de la culpa, vuelve a todo hombre conciente de las consecuencias de los propios actos, le indica el deber responsable de la reparación y, lo más importante, lo llama a la participación de la obra redentora de Cristo, para sí y para los hermanos.

Preservando el tesoro de las indulgencias, se preserva la trascendencia de Dios, a través del reconocimiento humilde de la sobreabundancia de su misericordia; se preserva la dignidad del hombre, que siempre debe ser considerado capaz de elegir libremente y, por lo tanto, responsable de los propios actos; se preserva la verdad de la historia, en la que los actos son realizados y que, por su naturaleza, en su objetividad factual, se priva de cualquier manipulación; y, finalmente, se preserva la llamada de la criatura a volverse, cada vez más perfecta y concientemente partícipe de la obra de su creador: obra redentora y de “nueva creación”.

2. Las Indulgencias, mirada sobrenatural de la Iglesia y sobre la Iglesia

La remisión de las penas temporales puede ser acogida por el fiel sólo por intervención de la Iglesia. En ese sentido, es oportuno hacer luz sobre dos aspectos de la realidad de la Iglesia, imprescindiblemente vinculados al tesoro de las indulgencias: ser ministra de la redención y, a la vez, ser
Communio sanctorum.

La Iglesia es ministra de la redención, antes que nada, en el sentido etimológico del término: ésta es servidora del Redentor que es Cristo, es Cuerpo unido a su Cabeza, está totalmente abierta a permitirle a Cristo continuar hablando y actuando, en el espacio y el tiempo, a favor de los hombres hasta el final de la historia.

La Iglesia es, por lo tanto, una realidad completamente teándrica y, al mismo tiempo, totalmente relativa; relativa del único “relativismo” posible para un cristiano: el ser en relación con Cristo.

En ese sentido, la Iglesia está al servicio, no sólo, de la salvación de los hombres a través de la fiel administración de la reconciliación sacramental, sino también de su plena cooperación con el misterio de la salvación y su progresiva inserción en el servicio de la salvación de los hermanos, que está representado por las indulgencias.

Al obedecer fielmente el mandamiento de Cristo: “A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos” (Jn 20,23), la Iglesia, desde hace veinte siglos, le viene repitiendo a la humanidad las palabras de Cristo a los fariseos y a los doctores de la ley, en el milagro del paralítico: “Pues para que sepáis que el Hijo del hombre tiene en la tierra poder de perdonar pecados” (Mt 9,6).

El gran anuncio, de hecho, no es sólo el de la misericordia, cuyo origen es posible localizar en amplios testimonios del Antiguo Testamento, sino más bien su directa accesibilidad histórica, su ser “descendido sobre la tierra”, en el misterio de la Encarnación del Verbo.

La Iglesia tiene el poder de perdonar los pecados sólo porque Dios se hizo hombre y porque el Hijo del hombre tiene el poder, en la tierra, de perdonar los pecados.

En ese sentido, la acción sacramental de la Iglesia es totalmente relativa a Cristo y, siempre en ese sentido, la administración del tesoro de las indulgencias es fiel servicio de la abundante misericordia del misterio. En la Iglesia, sacramento universal de la salvación, se celebra el Bautismo, sacramento primordial de Salvación.

Entre todos los que están inmersos en Cristo, es decir en el misterio de su muerte y resurrección, y cuya vida es renovada por el Bautismo, se genera misteriosamente, sacramentalmente y realmente, una comunión que nada puede romper, más que el libre y obstinado rechazo de la misma.

Entre todos los bautizados, más aún entre todos los redimidos por Cristo – porque en el Misterio del sábado santo la salvación se extiende también a los justos que vivieron antes de Cristo – se crea una comunión, la Communio sanctorum, que no es simplemente, o vagamente espiritual y abstracta, sino que se vuelve, utilizando una categoría bíblica, verdadera y propia alianza para la salvación.

En ese sentido – y aquí nuevamente estamos llamados a superar cualquier forma de reducción inmanente del cristianismo y de la Iglesia -, hablamos del tesoro de las indulgencias, mirando a la Iglesia de siempre, que va del costado desgarrado de Cristo a nuestros días, pasando por el Cenáculo de Jerusalén, donde el Colegio Apostólico se reunió alrededor de María, por la sangre de todos los mártires y santos, y hasta por los desconocidos, que vivamente aunque ocultamente, pueblan veinte siglos de historia.

En esta comunión de santos existe una alianza, que preserva y vuelve actual el tesoro de las indulgencias. Este tesoro está permanentemente custodiado e incrementado por los infinitos méritos de Cristo y los méritos de la santa Virgen María y todos los santos, que ya viven en la santidad eterna.

La Iglesia militante, ministra de las indulgencias, alcanza continuamente y con la autoridad de los méritos de Cristo, de la santa Virgen María y todos los santos, el tesoro de la misericordia que ofrece a sus hijos.

Esa alianza “eclesial” luego es vivida concretamente por todos los bautizados en camino hacia la salvación eterna, sea aún en la vida terrena, o en el estado de purificación de las penas por los pecados, llamado purgatorio.

Esta es la razón por la cual, precisamente confiando en el misterio de la libertad en el tiempo, cada bautizado puede ganar indulgencias para sí mismo, o puede emplearlas para las almas del purgatorio, en mérito no de una insostenible sustitución de la libertad personal, sino más bien de la común vocación a la salvación y del diferente y complementario estado en que se encuentran los bautizados.

Quien está aún en la vida terrena tiene el don de la libertad y siempre se puede convertir más ; quien está en el purgatorio tiene la certeza de la salvación eterna, pero ya no tiene el don de la libertad, por lo cual no puede ya merecerlas.

Tal complementariedad de la condición espiritual del homo viator y del homo purgans, teológicamente fundada – lo repito – en la Communio sanctorum, subraya con mayor fuerza el papel imprescindible de la Iglesia en la administración del tesoro de las indulgencias: sólo con la Iglesia, en la Iglesia y a través de la Iglesia es posible alcanzar los infinitos méritos de Cristo, de la santa Virgen María y los santos, para obtener la remisión de las penas causadas por los pecados, para sí mismos y para los hermanos en camino de purificación hacia la plena visión beatífica.

La mediación de la Iglesia, sin embargo, no está nunca en contraste, ni en tensión con la libertad personal. Tanto es así que aquellos que están aún en esta vida terrena pueden obtener la indulgencia sólo para sí mismos, o para un fiel difunto, pero nunca para otro hombre, que esté aún dotado de su libertad, y por lo tanto llamado a escoger personalmente, a convertirse personalmente, a acoger personalmente el don de la misericordia.

En la comunión de los santos existe un vínculo perenne de caridad y un abundante intercambio de todos los bienes, donde “la santidad de uno aprovecha a los otros, más allá del daño que el pecado de uno pudo causar a los demás. Así, el recurso a la comunión de los santos permite al pecador contrito estar antes y más eficazmente purificado de las penas del pecado.” (CCC, . 1475).

La Iglesia, a través de las indulgencias, mantiene viva su mirada sobrenatural sobre el mundo, recordándose a sí misma y a los hombres que la que tienen enfrente no es toda la realidad, sino que el mundo no es otra cosa que un signo, el mismo hombre no es otra cosa que un signo de un misterio mucho más grande, que abraza todo, del cual surge todo y hacia el cual todo camina. Ese misterio ha asumido un nombre que todos los hombres pueden experimentar: ese nombre es “misericordia”.

La Iglesia, al mismo tiempo, le pide a los hombres, a la historia, ser reconocida por aquello que es: presencia divina en el mundo; prolongación en el tiempo y el espacio de los gestos y palabras del Cristo Señor, único Salvador de la humanidad. Es una pretensión inaudita, desconcertante y, por eso mismo, a menudo rechazada.

Pero, si se mira bien, no es otra cosa que la pretensión de Cristo, la pretensión de un hombre nacido en Belén, vivido en Nazaret, muerto y resucitado en Jerusalén, de ser el Señor del cosmos y la historia. Allá donde la Iglesia es condenada por el mundo y la cultura dominante, lo es por la misma razón por la que, hace dos mil años, los escribas y los fariseos condenaron a nuestro Señor: “porque tú, siendo hombre, te haces a ti mismo Dios” (Jn 10,33).

Administrando, como sierva fiel, el infinito tesoro de las indulgencias, que son un bien espiritual inagotable, fundado en el infinito valor de las expiaciones y los méritos de Cristo ante el Padre, la Iglesia renueva para sí y para el mundo la conciencia y la pretensión de su identidad humana y divina, natural y sobrenatural, sustancialmente teándrica; ésta reconoce que, dentro del espacio y el tiempo, incluso dentro de los pliegues de la historia, le ha sido encomendada una tarea, de la cual no puede escapar, ni quiere hacerlo:
anunciar al mundo entero que Jesús es el Señor y que el Hijo del hombre tiene el poder, en la tierra, de perdonar los pecados.

Sólo un anuncio así, que se vuelve una experiencia concreta de redención y de vida nueva, puede renovar la faz de la tierra, puede germinalmente favorecer esas experiencias minoritarias, pero reales de comunión y santidad que, en el tiempo, fecundan la sociedad y la cambian.

El tesoro de las indulgencias es, por lo tanto, más eficaz que cualquier reforma humana, que cualquier intento humano, sólo humano, demasiado humano de cambiar las cosas.

Sólo aquellos que se dejan cambiar por la Divina Misericordia y, con humildad, alcanzan abundantemente a través de la Iglesia el tesoro sobrenatural de las indulgencias, pueden ver el propio destino realmente cambiado y, con él, el de la humanidad, a partir de la parte de humanidad que nos es más cercana.

3. Algunos aspectos pastorales de las Indulgencias

Educar al pueblo y acoger el tesoro de las indulgencias lleva consigo la conciencia del vínculo imprescindible y dinámico entre pastoral y doctrina. Una buena pastoral debe fundirse en la auténtica doctrina sin rechazarla o modificarla por razones que sólo aparentemente son pastorales, pero que, en realidad, terminan por dispersar al rebaño.

Si miramos los requisitos necesarios para celebrar y acoger el don de la indulgencia, no podemos dejar de reconocer que ésta lleva consigo un profundo valor pedagógico y pastoral.

Para alcanzar ese tesoro sabemos, de hecho, cuán necesarios son el sacramento de la Reconciliación, la celebración de la Eucaristía y la oración según las intenciones del Papa.

El sacramento de la Reconciliación, presupuesto teológico sacramental imprescindible para el don de la indulgencia, vivido con un corazón afectivamente distante de cualquier pecado, conduce al hombre al umbral del Misterio, lo empuja a acercarse a Dios y, al mismo tiempo, a dejar que Dios se acerque a él.

En el sacramento de la Reconciliación, el hombre herido por el pecado y la culpa, deja que Cristo, el Buen Samaritano, descienda sobre él, derramando óleo y vino en sus heridas, entregándolo a la fiel posada de la Iglesia y sabiendo que todo el precio de la redención ha sido saldado por la Cruz de Cristo Señor.

Una auténtica catequesis sobre el tesoro de las indulgencias, ilumina la gracia extraordinaria de la Reconciliación, gratuitamente ofrecida por Cristo, sin merecerla, ni merecedora por los hombres y, sin embargo, cuando es auténticamente acogida por su libertad, capaz, por el don de la gracia, de florecer, en la criatura, es un mérito.

La celebración de la Eucaristía, con la Comunión sacramental, subraya la dimensión eclesial de la indulgencia, que pide ser acogida en esa Comunión sobrenatural, que es don del Espíritu Santo y que, precisamente por eso, trasciende infinitamente cualquier mera comunión psíquica, alianza humana, o simple ideología.

La comunión con la Iglesia es comunión con toda la Iglesia, no con una parte de ella, incluso contra la otra. Sin olvidar que no se aplica nunca a la Iglesia y, en ella, ni a la doctrina ni a la pastoral, el criterio de las simples “mayorías”. Esto por dos motivos, una histórica y la otra teológica. La histórica: Jesucristo no estaba en mayoría. La teológica: la mayoría de la Iglesia son los santos.

La celebración eucarística y la comunión necesarias para obtener el tesoro de la indulgencia son, entonces, la llamada a una comunión sincrónica y diacrónica con todo el cuerpo eclesial.

Aquel que pide a la Iglesia alcanzar el infinito tesoro de la Divina Misericordia, para que sus penas sean canceladas, lo hace en comunión con la Iglesia difundida en todo el mundo y con los fieles en Cristo que, en el mundo, unen su oración a la del Señor para obtener la salvación de cada uno; al mismo tiempo, esa petición está en comunión con la Iglesia de todos los tiempos y tiene, en la mediación de la santa Virgen María, Madre de Misericordia, una referencia de mediación imprescindible y necesaria.

Finalmente, la oración según las intenciones del Papa recuerda, pastoralmente, cómo la comunión no es genéricamente espiritual, sino que está en concreta comunión con “la Santa Madre Iglesia Jerárquica”, como a menudo nos dice el Papa Francisco.

La oración según las intenciones del Santo Padre le recuerda a cada uno que la primera tarea de Pedro es precisamente orar por la Iglesia y, por lo tanto, aquellos que le piden a la Iglesia el don de la indulgencia están llamados a unir su oración a la de Pedro, volviéndola, de esta manera, universal.

La dimensión orante del ministerio petrino, que en las circunstancias históricas actuales aparece de manera particularmente evidente, es la condición para que Pedro realice la tarea que Cristo le ha encomendado: “Y tú, cuando hayas vuelto, confirma a tus hermanos” (Lc 22,32). Rezar por las intenciones del Santo Padre significa reconocer, indirectamente, el poder de las llaves, poder al que el tesoro de las indulgencias está sometido directamente, por la misma voluntad salvífica de Cristo.

Conclusión

Parece evidente, por todo el camino recorrido, que por su dimensión teológica, eclesial y pastoral, el tesoro de las indulgencias no puede, de ninguna manera, perderse.

Más aún – con mayor precisión deberíamos decir -, no puede ser descuidado, puesto que al no ser merecido por los hombres, sino gratuitamente donado a ellos por Cristo y por sus infinitos méritos ante el Padre, éste no podrá nunca perderse, siendo, como Cristo, infinito, inagotable, siempre nuevo, siempre abundantemente ofrecido.

Descuidar, ensombrecer, el tesoro de las indulgencias significaría obliterar la dimensión sobrenatural de la Iglesia y la misma Reconciliación, la cual, lejos de ser una autoabsolución psicológica del mero sentimiento de culpa, es real encuentro con el Rostro misericordioso de Dios, el cual, aunque desfigurado, sigue amando al hombre con todo el Amor divino y todo el Amor humano, de que su Sagradísimo Corazón es capaz.

Es precisamente el Corazón de Cristo el cofre que contiene el tesoro infinito de las indulgencias. A través de él, traspasado por la lanza, como el fiel centurión, todos los hombres son lavados, reconociendo, hoy y siempre, que “verdaderamente este hombre era Hijo de Dios” (Mc 15,39).

La santa Virgen María, Madre de Misericordia, Madre de Aquél que es “la Misericordia”, es también fiel custodia de este tesoro de familia de la Iglesia.

Ella, imagen perfecta de la Esposa de Cristo, abra la mente y el corazón de los pastores y los fieles, para comprender, acoger, vivir y proponer la experiencia sobrenatural de las indulgencias y, a través de ella, la sobreabundancia de Dios, de la realidad teándrica de la Iglesia y del valor salvífico de cada auténtica propuesta pastoral y sacramental. 

Este texto es la Lectio con la que el Penitenciario Mayor, el cardenal Mauro Piacenza, abrió el XXVI Curso sobre el Fuero Interno de la Penitenciaría Apostólica, que se llevó a cabo del 9 al 13 de marzo de 2015 en Roma, y fue previamente publicado (en italiano) por la página web de la Penitenciaría Apostólica.

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