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¿Por qué saber lo que es bueno no nos hace ser mejores?

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Juan Ávila Estrada - publicado el 16/09/13

La conversión no es una cuestión de cerebro, sino de corazón

Desde que somos niños, nos vemos rodeados de personas que inciden en nuestro proceso de formación: padres, profesores y amigos. Lo que somos lo debemos en gran medida a todos ellos; sus consejos, correcciones, alertas y enseñanzas entraron en nuestra vida dándonos elementos esenciales para conformar nuestra personalidad.

Pero también es verdad que en no pocas oportunidades todos aquellos que quisieron lo mejor para nosotros cada vez que se acercaban, sus consejos se convirtieron en peroratas, sermones y “cantaletas”. Ya nos fastidiaban lo que decían y nos íbamos impermeabilizando  más a sus acercamientos. Cada vez que mamá nos decía algo solíamos responderle: “ya lo sé mamá, eso ya me lo dijiste”, pero aún así continuamente nos lo repetía como si fuera la primera vez al punto de exacerbarnos y cerrar los oídos a todo tipo de corrección.

Si bien es cierto que muchas enseñanzas nos las repitieron hasta el cansancio y era verdad que ya sabíamos de memoria la retahíla de nuestros padres y profesores, la pregunta que debe inquietarnos es ¿cuál era la causa para que se dijera una y otra vez algo que ya nos habían dicho?

El libro del Deuteronomio en el capítulo 6 nos recuerda que las enseñanzas del Señor Dios deben quedar guardadas en la MENTE  y en el  CORAZÓN. Estas dos facultades humanas son las que nos ayudan a integrar la vida y a ser no solo seres pensantes sino además seres actuantes. Explico: la memoria humana es sumamente frágil. Todo lo que allí queda guardado corre el peligro que el tiempo lo borre lo que llevaría a que lo que algún día aprendimos de memoria lo olvidemos. Memorizar la palabra de Dios no es suficiente para llevarla a la práctica, es importante que la guardemos además en el corazón, es decir, en la afectividad. Hacemos lo que amamos y no sencillamente lo que sabemos. Podemos ser supremamente inteligentes, con una capacidad de memoria extraordinaria, saber recitar textualmente capítulos completos de la Sagrada Escritura, pero eso no hará de nosotros excelentes cristianos. Sólo el día que amemos la Escritura, la enclavemos en la afectividad y no solo en el frío raciocinio se iniciará en nosotros un verdadero encuentro con el Señor y una auténtica conversión.

El sermón y la cantaleta aparecen cuando las enseñanzas que nos dan quedan solo en la inteligencia; sabemos lo que nos enseñan, escuchamos una y otra vez la importancia de un valor cristiano, pero al no haberlo llevado a la afectividad se queda sólo como una verdad pero no como una experiencia existencial. El reto que tenemos es educar la afectividad, las emociones, allí es donde los valores encuentran su razón de ser y su motivación para hacerlos vida, de lo contrario “conoceremos” los valores pero al no amarlos ellos no nos importarán. Por eso es muy fácil SABER que robar, matar, mentir son cosas nocivas y pecaminosas, pero HACERLAS no importa mucho por que cada una de esas enseñanzas no las amamos.

Siempre será muy fácil olvidar lo que tenemos en la memoria pero nunca olvidaremos lo que tenemos en el corazón. Las nociones, los conceptos se olvidan, pero lo que se ama no se olvida jamás.

El libro de Jeremías en el cap. 7 verso 26-27 dice: “Repíteles estas palabras aunque no te escuchen: grítales aunque no te respondan”. Esa repetición y esos gritos son los que llegan a volverse sermones y cantaletas, pero siempre será importante recordar a tiempo y a destiempo que hay unas enseñanzas claras de parte del Señor y que hasta que no llevemos su palabra al corazón ella quedará infecunda.  “¿Acaso no ardía nuestro corazón cuando Él nos explicaba las escrituras…?” Sin duda las enseñanzas de Jesús no apuntaban sencillamente a convertir a sus discípulos en eruditos de la palabra de Dios sino en hombres que ardieran (apasionados) por vivir y enseñar lo que había vivido con su maestro.

Es más fácil dar la vida por lo que se ama que por lo que se piensa o se sabe. Si creemos que sólo es necesario aprender lo que dice la Escritura pero no hacemos el descenso de ese conocimiento frío al calor del corazón seremos entonces como “metal que suena o címbalo que retiñe…”  No es suficiente educar en valores y principios. Hay enseñanzas que sólo servirán para responder intelectualmente una hoja y evaluar qué tanto sabemos pero hay muchas otras que evaluarán la calidad de nuestro modo de vivir y nos permitirá saber si colmamos la expectativa de lo que Dios quería de nosotros.

Mientras queramos convertirnos pero no amemos el convertirnos jamás será posible alcanzar los logros espirituales con los que algún día soñamos.

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conversioneducaciónpaternidad
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