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Dostoievski, el profeta de la otra vida

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DOSTOYEVSKY

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Jorge Luis Zarazúa - publicado el 02/05/13 - actualizado el 09/02/23

En la época de Marx y Nietzsche, el genio ruso anunciaba la victoria de Dios en el alma del hombre

El P. Henri de Lubac nos presenta en El drama del humanismo ateo una radiografía del ateísmo, de los humanismos que ha suscitado y el drama que constituye para el espíritu humano, con la intención de llevarnos a una toma de conciencia de la situación espiritual del mundo en que vivimos.

A lo largo de la obra nos presenta las características del ateísmo contemporáneo, particularmente del humanismo positivista (Comte), el humanismo marxista y el humanismo nietzscheano, las tres formas más difundidas e influyentes del humanismo a lo largo de los siglos XIX y XX, pero con repercusiones palpables en nuestro siglo XXI.

De Lubac señala que el ateísmo contemporáneo es más bien un antiteísmo, un profundo anticristianismo, cuyo fundamento común es la negación de Dios y cuyo objetivo principal sería la aniquilación de la persona humana.

Pues bien, en la tercera parte de esta obra De Lubac nos presenta una figura excepcional: Dostoievski, considerado como un genio inquieto, un psicólogo que arroja luz sobre nuestra naturaleza y sondea intensamente las regiones más profundas del espíritu humano, y un profeta que anuncia el triunfo de Dios en el corazón humano y anticipa nuevas formas de pensamiento y de vida interior.

De hecho, esta tercera parte se intitula Dostoievski profeta. Así habla De Lubac de Dostoievski en el prólogo a su obra: «No había muerto aún Marx, ni Nietzsche había escrito el más brillantes de sus libros, cuando otro hombre, genio inquieto también, pero más profeta, anunciaba, con fulgores extraños, la victoria de Dios en el alma humana, su eterna resurrección».

Dostoievski es un novelista, pero descubre que el hombre no puede organizar la tierra sin Dios; cuando lo intenta, no hace más que organizarla contra el hombre, como se ha visto especialmente a lo largo de siglo XX, pero que él anticipó de manera sorprendente.

La comparación con Nietzsche

Una comparación parece obligada: la comparación con Nietzsche, a quien Lou Salomé ha descrito no sólo como el profeta de la muerte de Dios, el enemigo de Dios, sino también como el profeta de la humanidad sin prójimo. Ambos son actores privilegiados de este drama que se juega en la conciencia humana: a favor de Dios o contra Dios.

De Lubac nos informa que Nietzsche conoce la obra de Dostoievski en 1887 y el impacto tan profundo que representó para él este encuentro por la afinidad y la alegría que experimentó al leerlo por primera vez; sin embargo, el entusiasmo original se fue enfriando con el tiempo y se transformó en repulsión violenta.

De Lubac los describe como «hermanos enemigos». Son hermanos porque Dostoievski ha entrado primero en el universo solitario en el que Nietzsche se introducirá más tarde.

Dostoievski presintió la más terrible de las crisis, que Nietzsche se encarga no sólo de anunciar sino de la que es el gran artífice: la «muerte de Dios». Dostoievski anticipa y prevé el ateísmo y el superhombre nietzscheano. Sin embargo, Dostoievski supera la tentación a la cual sucumbe Nietzsche. Conviene apuntar que Dostoievski se sumerge en la grandeza del universo nietzscheano, lo anticipa, experimenta su vértigo, pero descubre su veneno y no se deja deslumbrar por sus fulgores.

Dostoievski y Nietzsche han hecho un análisis despiadado de nuestro tiempo. Han criticado el racionalismo y el humanismo occidental; han denunciado la idea de progreso, tan querida al hombre occidental; han experimentado un malestar muy parecido ante el reino científico y sus sueños idílicos; han menospreciado igualmente la civilización superficial de nuestro tiempo y han puesto descubierto su barniz y han hecho lo posible por hacerlo evidente, previendo su inminente catástrofe.

Ambos han experimentado la angustia de Dios pero la han resuelto de forma muy diferente. Nietzsche ha apostado por el ateísmo. Dostoievski ha experimentado la fuerza del ateísmo, especialmente por el problema de la existencia de Dios y el problema del mal, para los cuales considera que no hay respuesta en el plano de la razón, pero ha resistido su vértigo.

Ante el problema del mal, Dostoievski cree firmemente que Cristo no ha venido a explicar el sufrimiento ni a resolver el problema del mal; Jesús ha tomado el mal sobre sus hombros para librarnos de él.

Dostoievski ve con claridad que la pregunta del ateo es la siguiente: «¿Qué puede el hombre?, ¿Qué puede un hombre?». Pues bien, Nietzsche piensa que el hombre hubiera podido ser otra cosa, hubiera podido ser más, pero permanece en esta etapa tan indigna, por eso Nietzsche anuncia al «superhombre», el hombre convertido en Dios, liberado por completo del espectro divino.

Dostoievski, por el contrario, emprende un camino en cuyo final está el Dios hecho hombre, el misterio de la Encarnación. En esta ruta, Dostoievski ha experimentado el abatimiento del sufrimiento universal, la fascinación del mal y el vértigo del ateísmo. Llegó a considerar a este último como el antepenúltimo escalón que lleva a la fe, a la que, sin embargo, no todos llegan. De hecho, llega a expresar que a través del tornillo de la duda es como ha llegado a la fe, a la alabanza del Dios vivo, lo que él llama su «Hossanna», así, con mayúscula.

Por la actitud que toman frente a la figura de Jesús, las diferencias entre ambos son muy marcadas. El Dios que triunfa en el alma de Dostoievski es el Dios de Jesús. El Dios negado por Nietzsche es también el mismo Dios. Ambos se han sentido atraídos fuertemente por la figura de Jesús, pero sus reacciones han sido opuestas: uno, a favor de Cristo; él otro, contra él.

De Lubac nos presenta la opinión de André Gide, que descubre en Nietzsche el sentimiento de envidia, queriendo hacerle competencia al Evangelio. De hecho, una de sus obras cumbres, su Así hablaba Zaratustra, es una réplica a los evangelios, incluso una parodia. Hay en Nietzsche una rivalidad con Jesús, queriendo presentarse como una antítesis formal de Jesús.

Dostoievski, deportado en Siberia, vuelve a encontrar a Cristo. Lee, relee y medita el Evangelio y se impregna de él, no sólo en la Escritura, sino también en las obras de los Padres de la Iglesia. Dostoievski es alguien que experimenta la fuerza del pecado, que conoce la agonía de la duda, pero en este combate prefiere quedarse con Cristo. Para él, no hay nada más bello, más profundo, más sintomático, más razonable, más valeroso ni más perfecto que Cristo. Así, en un mundo donde el mal se hace cada vez más fuerte, Dostoievski accede a una cuarta dimensión, el reino del Espíritu, donde es posible ver la luz de Cristo.

Dostoievski descubre con mucha lucidez qué pasa si rechazamos a Cristo: «¿Qué pondremos en su lugar? ¿A nosotros mismos?». Para él es sumamente importante la  divinidad de Jesús, consciente de que si lo consideramos sólo como hombre no es el Salvador y la fuente de la vida.

La quiebra del ateísmo

Dostoievski describe  en sus obras, de manera muy plástica, los distintos tipos de ateísmo, desde el ateísmo más vulgar hasta el ateísmo místico, pero De Lubac se centra en tres tipos de ateísmo: a) el ideal espiritual del individuo que se alza por encima de toda ley (el ideal del «hombre-Dios»), b) el ideal social del revolucionario que quiere asegurar, sin Dios, la felicidad de todos los hombres (el ideal de la «torre de Babel»), y  c) el ideal racional del filósofo que rechaza todo misterio (el ideal del «palacio de cristal»).

a)      El «hombre-Dios». Es el ideal del hombre superior (contrapuesto al hombre vulgar que no debe hacer nada más que obedecer), llamado a proferir en su medio una palabra nueva, a transgredir la ley, a la destrucción del presente en nombre de algo mejor. A ellos les está permitido todo, incluso el crimen. Sin embargo, no es un callejón sin salida, hay vías de escape de esta feroz cárcel del ateísmo: el arrepentimiento, el deseo de vivir y el examen de conciencia, que llevan al reconocimiento de la verdad sobre el hombre, reconociendo la propia impotencia, y a renunciar a hacerse Dios. Es sintomático que el ateísmo lleve a  algunos al suicidio (Stavroguin y Nietzsche), pues este fatal desenlace indica el espiritual suicidio del ser que ha rechazado al Ser y que ha pretendido soberbiamente ocupar su lugar. Es significativo este párrafo, que resume este tipo de ateísmo: «Como ni Dios ni la inmortalidad existen, está permitido al hombre hacerse ‘hombre-dios y vino al mundo sólo para vivir así. Podrá, en adelante, con corazón ligero, liberarse de las reglas de la moral tradicional, a la que el hombre estaba sometido como un esclavo. Para Dios no existe ley. Dondequiera que Dios se encuentre, allí está su sitio».

b)     La torre de Babel. Con esta imagen, Dostoievski presenta la aventura socialista, que no es sólo la cuestión obrera; más bien, es la cuestión del ateísmo, su encarnación contemporánea. Es la cuestión de la torre de Babel que se construye sin Dios, no para alcanzar los cielos desde la tierra, sino para bajar el cielo a la tierra. Dostoievski anuncia que la aventura socialista puede llegar a convertirse en sistemas de esclavitud y violencia, pues es una sociedad sin Dios, donde los hombres se han quedado solos y huérfanos. Y por si fuera poco, juntamente con Dios los ha dejado la inmortalidad. Son locos enfurecidos, que se creen poseídos de la verdad y creen con fuerza en la infalibilidad de sus juicios. En suma, se trata de un proyecto destinado al fracaso, pues si se construye sin Dios, se tiene que recurrir a Satanás para construirlo, de ahí que sea un sistema que se construya contra el hombre.

c)      El palacio de cristal. El ateísmo pretende haber construido un palacio de cristal donde todo es luz, habiendo decidido que fuera de él no hay nada. Se considera a sí mismo como el universo de la razón. Dostoievski pone de manifiesto que estos sistemas (como el kantismo y el positivismo) han olvidado un elemento: el hombre. Este palacio de cristal es, en realidad, una cárcel oscura. No extraña que Dostoievski quiera escapar de esta cárcel, que se caracteriza por las verdades impuestas por la ciencia, por una vida racionalizada hasta el extremo. Uno de sus personajes dice lo siguiente: «¡Qué cosa más bella es la ciencia! (…) Sin embargo, echo de menos a Dios». Una cosa es cierta: la fe es indestructible en el corazón del hombre. Pueden los ateos alinear argumentos impecables: el verdadero creyente no se confunde, aunque no sepa qué responder…

La experiencia de la eternidad

El ateísmo falla en sus diversas formas, disgrega el ser y engendra servidumbre, termina en el suicidio colectivo e individual.  Sin embargo, pervive el sentimiento religioso, invencible ante toda dialéctica. Dostoievski trata de abrir el misterio de las cosas divinas, que no existen para el ateo. A los que no ven más que sólo palabras en la afirmación de la fe, Dostoievski les hablará en nombre de la experiencia. A la experiencia de la tierra, opondrá la experiencia de la eternidad. Dirá –como pueda– lo que ha visto desde el punto de la vista de la muerte, es decir, desde el punto de vista de la eternidad, leído a la luz de su fe en Cristo y en la meditación del Evangelio. Así nos comunica la esperanza de liberarnos algún día de estos límites. No olvidemos que Dostoievski es el profeta de la otra vida, el profeta de la eternidad próxima, que cree en la inmortalidad y espera la resurrección.

«(…) resucitaremos, nos volveremos a ver, nos volveremos a contar alegremente todo lo sucedido (…)».

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